Cuando la familia duele: El precio de salvar a todos menos a uno mismo
—¡Otra vez, Lucía! ¡No hay ni un yogur en la nevera! ¿Qué quieres que desayune mañana, aire?—gritó Sergio desde la cocina, agitando la puerta del frigorífico como si así fuera a aparecer algo nuevo. Yo estaba sentada en el sofá, con la cabeza entre las manos, intentando que el dolor de cabeza no me partiera en dos.
—Lo siento, Sergio. Marta vino ayer con los niños…—murmuré, sabiendo que la excusa ya no servía.
Él bufó, tirando la puerta con fuerza. —Pues que los alimente en su casa. No somos un comedor social.
Sentí cómo se me encogía el estómago. ¿Era tan mala hermana por dejar que Marta y sus hijos comieran aquí? ¿O era peor esposa por dejar a Sergio sin nada? La culpa me ahogaba. Desde que papá murió y mamá se fue a vivir con la tía Pilar a Valencia, yo era la única que quedaba para Marta. Ella siempre había sido la pequeña, la frágil, la que nunca supo valerse sola. Y ahora, divorciada y con dos niños pequeños, parecía que el mundo entero le debía algo.
Pero yo también tenía mis límites.
Esa noche, mientras fregaba los platos que habían dejado los niños —manchados de nocilla y migas—, recordé cuando éramos pequeñas. Marta lloraba porque no quería dormir sola y yo me metía en su cama para abrazarla. Siempre fui su refugio. Pero ahora… ahora era diferente. Ahora era una carga.
Al día siguiente, antes de irme al trabajo, vi a Sergio sentado en la mesa del salón, mirando su móvil con cara de pocos amigos.
—¿Vas a decirle algo a tu hermana o tengo que hacerlo yo?—preguntó sin mirarme.
—No hace falta que seas así…
—¿Así cómo? ¿Cansado de mantener a media familia? Lucía, no llegamos a fin de mes. Y tú lo sabes.
Me mordí el labio. Tenía razón. Mi sueldo de administrativa apenas daba para pagar la hipoteca y los gastos. Sergio llevaba meses en paro desde que cerraron la fábrica. Pero cada vez que Marta llamaba llorando porque no tenía para comprar leche o porque los niños querían cenar pizza y ella solo tenía arroz, yo no podía decirle que no.
Esa tarde, después del trabajo, pasé por el supermercado. Compré lo justo: pan, leche, algo de fruta y un paquete de galletas baratas. Al llegar a casa, vi el coche de Marta aparcado en doble fila. Sentí una punzada en el pecho.
Entré y allí estaban: Marta sentada en mi mesa, los niños viendo dibujos en la tele y las bolsas del súper vacías sobre la encimera.
—¡Ay, Luci! Menos mal que has llegado. Los peques tenían hambre y no quedaba nada…—dijo Marta con su voz dulce de siempre.
—¿No podías esperar a que llegara?—pregunté, intentando sonar calmada.
Ella me miró con ojos grandes y tristes. —Es que… no tenía nada en casa. Y tú siempre tienes algo…
Me senté frente a ella. —Marta, esto no puede seguir así. No puedo manteneros a todos. Sergio está harto y yo… yo ya no puedo más.
Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. —¿Me estás diciendo que no venga más?
—Te estoy diciendo que busques ayuda. Hay servicios sociales, comedores…
Ella negó con la cabeza. —¿Y qué va a pensar la gente? ¿Que soy una mala madre? Tú eres mi hermana…
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. —Y tú eres mi hermana, pero también tengo mi vida. Mis problemas. No puedo salvarte siempre.
Los niños entraron corriendo en ese momento, ajenos al drama adulto. —Tita Lucía, ¿puedo llevarme unas galletas para casa?—preguntó Paula, la mayor.
Miré a mi sobrina y sentí una mezcla de ternura y rabia. ¿Por qué tenía que ser yo quien dijera que no?
Esa noche discutí con Sergio hasta las lágrimas. Él decía que si seguía así acabaríamos perdiendo todo; yo le gritaba que no podía abandonar a mi hermana. Al final dormimos cada uno en una punta de la cama, sin tocarnos.
Pasaron los días y la situación empeoró. Marta venía cada vez más seguido; los niños ya preguntaban si podían quedarse a dormir los fines de semana. Sergio empezó a salir más con sus amigos para evitar estar en casa. Yo me sentía sola incluso rodeada de gente.
Un viernes por la tarde recibí una llamada del colegio: Paula se había peleado con otra niña porque le dijo que eran pobres y vivían de lo que les daba su tía. Fui corriendo al colegio y encontré a mi sobrina llorando en un banco del patio.
—Tita Lucía… ¿es verdad que somos pobres?
La abracé fuerte. —No eres pobre mientras tengas gente que te quiera.
Pero esa noche lloré yo también.
El sábado por la mañana Marta apareció temprano con los niños y una bolsa de ropa sucia.
—¿Me puedes poner una lavadora? Se me ha roto la mía…
No pude más. —Marta, basta ya. No puedo seguir así. Tienes que buscar ayuda profesional o buscar otro sitio donde apoyarte.
Ella se quedó helada. —¿Me estás echando?
—Te estoy pidiendo que crezcas. Que luches por ti misma y por tus hijos como yo lucho por los míos.
Se fue llorando, arrastrando a los niños detrás.
Esa noche sentí un vacío enorme en casa. Sergio intentó abrazarme pero yo solo quería estar sola. Había hecho lo correcto… ¿o no?
Días después recibí un mensaje de Marta: “He pedido cita en servicios sociales. Gracias por todo, hermana”.
No sé si hice bien o mal. Solo sé que amar duele cuando tienes que elegir entre salvar a otros o salvarte tú misma.
¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse uno mismo?