Cuando la pensión no compra el amor: La historia de Carmen y su nieto Diego

—Abuela, ¿cuándo te llega la pensión este mes? —me preguntó Diego sin mirarme a los ojos, mientras removía distraídamente el café con leche que le había preparado.

Sentí un nudo en la garganta. Era la tercera vez esa semana que me lo preguntaba. Antes, cuando mi hija Lucía aún vivía en casa, Diego era un niño alegre, siempre pegado a mí, buscando mis abrazos y mis cuentos antes de dormir. Pero desde que Lucía se fue a trabajar a Alemania, hace ya tres años, todo cambió. Me convertí en la única figura adulta en su vida, y pensé que eso nos uniría más. Qué ingenua fui.

Recuerdo el día en que Lucía me abrazó en el andén de Atocha, con las maletas a sus pies y los ojos llenos de lágrimas. “Mamá, cuida de Diego. Volveré pronto, lo prometo.” Pero los meses se hicieron años y las videollamadas se volvieron cada vez más breves. Diego y yo nos quedamos solos en nuestro piso de Vallecas, sobreviviendo entre rutinas y silencios.

Al principio, Diego me contaba sus cosas: cómo le iba en el instituto, sus amigos, sus sueños de ser futbolista. Pero poco a poco empezó a encerrarse en su habitación, a salir con chicos que no conocía y a pedirme dinero cada vez con más frecuencia. Yo intentaba justificarlo: “Es la adolescencia”, “Echa de menos a su madre”, “Ya cambiará”.

Pero esa mañana, cuando me preguntó por la pensión, sentí que algo dentro de mí se rompía.

—¿Por qué te interesa tanto la pensión, Diego? —le pregunté con voz temblorosa.

Él levantó la vista, incómodo. —Nada, abuela. Es solo que… bueno, necesito comprarme unas zapatillas nuevas. Las mías están hechas polvo.

Miré sus pies. Las zapatillas estaban gastadas, sí, pero no rotas. Y recordé la conversación que escuché la noche anterior por casualidad, cuando hablaba por teléfono con un amigo:

—Cuando mi abuela cobre la pensión, pillamos unas birras y algo más para el finde.

Me sentí utilizada. No era la primera vez que notaba ese interés repentino por mi dinero. Desde hace meses, cada vez que cobro la pensión —una cantidad justa para sobrevivir— Diego desaparece con parte del dinero y vuelve tarde, oliendo a tabaco y a algo más que no quiero imaginar.

Intenté hablar con Lucía, pero siempre está ocupada. “Mamá, entiéndelo, aquí trabajo doce horas al día. Haz lo que puedas con Diego.”

Me sentí sola. Sola como nunca antes en mi vida. Empecé a preguntarme si todo lo que había hecho por mi familia servía de algo. ¿De qué sirve sacrificarse si al final te conviertes en una cartera con patas?

Una tarde lluviosa de noviembre, decidí enfrentarme a Diego.

—Diego, ven aquí un momento —le llamé desde el salón.

Él apareció arrastrando los pies, móvil en mano.

—¿Qué pasa ahora?

—Quiero hablar contigo. Siento que últimamente solo te interesa el dinero que cobro cada mes. ¿Es eso lo único que soy para ti?

Diego bufó y se dejó caer en el sofá.

—No digas tonterías, abuela. Solo te pido ayuda de vez en cuando.

—No es ayuda si es cada semana —le respondí con voz firme—. Yo también tengo necesidades. Y sobre todo tengo sentimientos.

Por un momento creí ver un destello de vergüenza en sus ojos, pero enseguida volvió a mirar el móvil.

—Mira, abuela… Cuando cojas la pensión este mes… yo…

No le dejé terminar.

—¿Sabes qué? Cuando coja la pensión este mes no habrá dinero extra para nadie. Si quieres algo tendrás que ganártelo. Y si solo piensas quedarte aquí por el dinero… entonces mejor vete.

Diego se levantó de golpe.

—¿Me estás echando?

—Te estoy pidiendo respeto —le dije con lágrimas en los ojos—. Solo eso.

Se fue dando un portazo. Me quedé sola en el salón, escuchando el eco de mis propias palabras. Esa noche no pude dormir. Pensé en mi marido Antonio, fallecido hace diez años; en cómo juntos criamos a Lucía con esfuerzo y cariño; en cómo soñábamos con una vejez tranquila rodeados de nietos agradecidos.

Al día siguiente Diego volvió tarde. No dijo nada. Durante días apenas cruzamos palabra. Yo seguía haciendo la comida, lavando su ropa… pero algo se había roto entre nosotros.

Una tarde recibí una llamada del instituto: Diego había sido sorprendido robando en una tienda cercana. Fui corriendo a buscarle. Cuando le vi sentado en el despacho del director, cabizbajo y avergonzado, sentí una mezcla de rabia y compasión.

En el camino de vuelta a casa no hablamos. Al llegar al portal me detuve.

—Diego… ¿Por qué haces esto? ¿Por qué me tratas así?

Él rompió a llorar por primera vez desde niño.

—No lo sé, abuela… Echo de menos a mamá… Me siento solo… Y tú eres lo único que tengo…

Le abracé fuerte. Lloramos juntos mucho rato.

Desde ese día las cosas no cambiaron de golpe, pero empezamos a hablar más. Le propuse ir juntos al centro cultural del barrio; le animé a buscar un trabajo de fin de semana para comprarse sus cosas; le recordé cada día cuánto le quería, aunque me doliera su indiferencia.

A veces me pregunto si hice bien en sacrificarlo todo por mi familia. Si merezco ser tratada como un cajero automático o si aún queda esperanza para nosotros.

¿De verdad el amor incondicional puede curar las heridas del abandono? ¿O hay momentos en los que hay que aprender a quererse una misma antes que a los demás?