Cuando mi hijo eligió a su padre: Un grito en la noche de Madrid
—No quiero vivir contigo, mamá. Quiero irme con papá.
Las palabras de Pablo, mi hijo de seis años, retumbaron en el salón como un trueno inesperado. Era una noche de jueves cualquiera en nuestro piso de Carabanchel, pero en ese instante, el tiempo se detuvo. Me quedé paralizada, con el plato de macarrones aún humeando sobre la mesa y la televisión de fondo repitiendo las noticias del día. Sentí cómo el corazón se me encogía, como si alguien lo apretara con fuerza desde dentro.
—¿Por qué dices eso, cariño? —pregunté, intentando que mi voz no temblara.
Pablo bajó la mirada, jugueteando con el tenedor. —Porque papá me deja jugar más a la consola y no me grita tanto —susurró.
Me mordí el labio para no llorar. Desde que Juan y yo nos separamos hace un año, la vida se había convertido en una cuerda floja. Todo era un equilibrio precario entre el trabajo en la gestoría, los horarios del colegio y las visitas alternas de Pablo. Juan y yo apenas hablábamos; cuando lo hacíamos, era para discutir sobre quién debía recoger al niño o quién pagaba la excursión del colegio.
Esa noche, después de acostar a Pablo, me senté en el sofá y dejé que las lágrimas corrieran libres. Recordé los días en que Juan y yo éramos felices, cuando soñábamos con una familia unida. Pero los sueños se rompieron entre reproches y silencios. Ahora, mi propio hijo me rechazaba. ¿En qué momento perdí su amor?
Al día siguiente, en el trabajo, apenas podía concentrarme. Mi compañera Lucía notó mi cara desencajada.
—¿Te pasa algo, Marta? —me preguntó mientras preparaba café.
—Pablo quiere irse a vivir con su padre —confesé, sintiendo un nudo en la garganta.
Lucía me abrazó. —Los niños dicen cosas cuando están enfadados o tristes. No te lo tomes al pie de la letra.
Pero yo no podía dejar de pensar en ello. ¿Y si Pablo realmente prefería a Juan? ¿Y si yo era una madre insuficiente?
Esa tarde, llamé a Juan. Su voz sonaba fría al otro lado del teléfono.
—¿Qué pasa ahora? —dijo, impaciente.
—Pablo dice que quiere vivir contigo —le solté de golpe.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Y qué quieres que haga? —respondió finalmente—. Aquí está bien cuando viene, pero tú eres su madre.
—Quizá deberíamos hablar los tres juntos —sugerí—. No quiero que Pablo sufra más.
Juan suspiró. —Vale. Pero no empieces con tus dramas delante del niño.
Colgué sintiéndome más sola que nunca. Esa noche apenas dormí. Me preguntaba si había sido demasiado estricta con Pablo, si le exigía demasiado con los deberes o si mis gritos cuando llegaba tarde eran los culpables de su rechazo.
El sábado por la mañana, Juan vino a casa para hablar con Pablo. Nos sentamos los tres en el salón. Pablo se aferró a su peluche de león y miró al suelo.
—Cariño —empecé—, ¿puedes decirnos por qué quieres irte con papá?
Pablo dudó un momento antes de hablar:
—En casa de papá es más divertido. No te enfadas tanto conmigo…
Sentí una punzada de culpa. Juan me miró de reojo, como si quisiera decir «te lo dije» sin palabras.
—Mamá trabaja mucho y a veces está cansada —intenté explicarle—. Pero te quiero más que a nada en el mundo.
Juan intervino:
—Pablo, mamá y yo te queremos igual. Pero tienes que entender que no siempre podemos hacer todo lo que quieres.
Pablo asintió en silencio. La conversación terminó sin soluciones claras, pero al menos habíamos hablado.
Las semanas siguientes fueron un infierno emocional. Pablo seguía distante conmigo; apenas quería abrazos y pasaba horas encerrado en su habitación dibujando o jugando solo. Yo intentaba acercarme a él con pequeños gestos: preparándole su merienda favorita, llevándole al parque del Retiro los domingos… pero nada parecía suficiente.
Una tarde, después de una discusión por los deberes, exploté:
—¡No sé qué más hacer para que seas feliz conmigo!
Pablo rompió a llorar y salió corriendo al baño. Me sentí una monstruo. Llamé a mi madre entre sollozos.
—Mamá, creo que estoy perdiendo a mi hijo…
Ella me escuchó pacientemente y luego dijo:
—Los niños sienten todo lo que tú sientes. Si tú estás triste o enfadada, él también lo estará. No te castigues tanto, hija.
Esa noche me senté junto a Pablo en su cama y le hablé desde el corazón:
—Sé que las cosas han cambiado mucho desde que papá y yo nos separamos. A veces estoy cansada o triste y no siempre soy la mejor mamá… pero te quiero muchísimo y haré todo lo posible para que estés bien.
Pablo me miró con sus grandes ojos marrones llenos de lágrimas y me abrazó fuerte por primera vez en semanas.
—Yo también te quiero, mamá…
No fue un final feliz ni una solución mágica. Seguimos teniendo días malos y discusiones tontas. Pero aprendí a escuchar más y a castigarme menos; a pedir ayuda cuando la necesitaba y a entender que ser madre no significa ser perfecta.
A veces me pregunto si algún día Pablo entenderá todo lo que luché por él, todo lo que sacrifiqué para intentar ser una buena madre en medio del caos del divorcio y la vida moderna en Madrid.
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que perdéis el amor de alguien importante? ¿Cómo se sigue adelante cuando tu propio hijo parece alejarse?