Cuando mi madre eligió el olvido: una boda, una herida y el eco de la familia rota
—¿De verdad vas a hacerlo, mamá? ¿De verdad vas a dejarlo todo atrás?—. Mi voz temblaba, casi tanto como la taza de café que apretaba entre las manos. Era una tarde de enero en Madrid, el cielo plomizo, y mi madre, Carmen, se recogía el pelo con ese gesto suyo tan elegante, como si nada de lo que yo dijera pudiera rozarla.
—No lo entiendes, Lucía. Ya no soy joven. He dado todo por vosotros. Ahora me toca a mí—. Su mirada era dura, casi fría. No reconocía a esa mujer que tenía delante. ¿Dónde estaba la madre que me arropaba cuando tenía fiebre? ¿La abuela que se agachaba para jugar con mis hijos en el parque del Retiro?
El día que me lo anunció, sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi madre, viuda desde hacía más de una década, había conocido a Antonio en una exposición de arte. Él era un empresario de éxito, viudo también, con una sonrisa impecable y un piso en Chamberí lleno de cuadros modernos y muebles minimalistas. En menos de seis meses, ella decidió casarse y mudarse con él. Pero lo peor no fue eso. Lo peor fue su decisión de cortar todo contacto con nosotros: conmigo, su única hija, y con sus dos nietos, Pablo y Martina.
—No quiero complicaciones ni reproches. Necesito empezar de cero—, me dijo la última vez que hablamos cara a cara.
Durante semanas, llamé a su móvil. Le escribí mensajes que nunca respondió. Pablo preguntaba cada noche: “¿Cuándo viene la abuela a ver mi partido?” Martina lloraba en silencio cuando veía la foto de su comunión en la que Carmen le sujetaba la mano. Yo me sentía vacía, traicionada y furiosa.
Mi marido, Sergio, intentaba consolarme:
—Quizá necesita tiempo. A lo mejor está confundida…
Pero yo no podía entenderlo. ¿Cómo puede una madre borrar a su hija y a sus nietos de un plumazo? ¿Qué clase de amor es ese?
La familia empezó a murmurar. Mi tía Pilar me llamó para decirme que había visto a mamá en El Corte Inglés, radiante, del brazo de Antonio.
—No parecía triste, Lucía. Parecía… liberada.
Esa palabra me dolió más que cualquier otra. ¿Acaso éramos una carga? ¿Había fingido todos estos años?
En casa, los silencios se hicieron largos. Pablo dejó de preguntar por su abuela. Martina escondió la foto en un cajón. Yo empecé a soñar con mi madre cada noche: a veces venía a casa y me abrazaba; otras veces me miraba desde lejos y se daba la vuelta sin decir nada.
Un día recibí una carta manuscrita. Era de Carmen.
“Querida Lucía:
Sé que no puedes entenderme ahora. Sé que te duele. Pero necesito vivir mi vida sin ataduras ni remordimientos. He sido madre y abuela con todo mi corazón, pero ahora quiero ser solo Carmen. No busques culpables ni razones. Solo te pido que algún día puedas perdonarme.”
Leí la carta una y otra vez. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Intenté odiarla, pero solo sentía un vacío inmenso.
Pasaron los meses. En Navidad, puse el belén sin su ayuda por primera vez en mi vida. Martina dejó una postal debajo del árbol: “Feliz Navidad, abuela”. Nunca supimos si la recibió.
La familia se dividió en bandos: los que decían que Carmen tenía derecho a rehacer su vida y los que pensaban que era una egoísta sin corazón. Yo oscilaba entre ambos extremos cada día.
Un domingo cualquiera, mientras paseaba por el Parque del Oeste con Sergio y los niños, vi a mi madre sentada en una terraza con Antonio. Reía como hacía años que no la veía reír. Dudé si acercarme o no. Al final, me quedé quieta, observando desde lejos. Sentí rabia, celos y algo parecido a la resignación.
Esa noche soñé con ella otra vez. Esta vez no me abrazaba ni se alejaba: simplemente estaba ahí, mirándome con tristeza.
No sé si algún día podré perdonarla del todo. No sé si mis hijos recordarán alguna vez el calor de sus abrazos o si solo quedará el hueco de su ausencia.
A veces me pregunto: ¿qué significa ser madre? ¿Hasta dónde llega el derecho a buscar la felicidad propia? ¿Y qué pasa con los que quedan atrás?
¿Vosotros qué haríais si vuestra madre os dejara así? ¿Se puede perdonar algo así alguna vez?