Cuando mi marido perdió su trabajo y su madre nos dio la espalda: ahora, ella necesita nuestra ayuda
—¿Y ahora qué, Victoria? —me preguntó Alejandro, con la voz rota, mientras sostenía la carta del banco entre sus manos temblorosas.
Era la tercera notificación de impago de la hipoteca en dos meses. El paro se le había acabado y yo, con mi contrato de media jornada en la tienda de ropa del barrio, apenas podía cubrir la compra semanal. Nuestra hija Lucía, con solo siete años, preguntaba cada noche por qué ya no íbamos al cine los domingos o por qué la nevera parecía cada vez más vacía.
Recuerdo perfectamente el día que Alejandro decidió llamar a su madre. Carmen siempre había sido una mujer orgullosa, de esas que nunca piden nada y esperan que los demás tampoco lo hagan. Vivía sola en su piso de Chamberí desde que enviudó, y aunque no era rica, tenía una pensión decente y algunos ahorros. Alejandro marcó el número con manos sudorosas. Yo escuchaba desde la cocina, apretando el trapo contra la encimera como si así pudiera exprimir también mi ansiedad.
—Mamá, necesito hablar contigo —dijo él, con esa voz de niño asustado que solo le salía cuando hablaba con ella.
—¿Qué pasa ahora, hijo? —respondió Carmen, seca como siempre.
—He perdido el trabajo. No encontramos cómo salir adelante. ¿Podrías ayudarnos un poco hasta que encuentre algo?
Hubo un silencio largo, tan largo que pensé que se había cortado la llamada. Finalmente, Carmen respondió:
—Alejandro, ya sois mayores. No puedo estar solucionando vuestros problemas toda la vida. Bastante hice ya por ti. Tendrás que apañártelas como todos.
Colgó sin despedirse. Alejandro se quedó mirando el móvil como si fuera un objeto extraño. Yo me acerqué y lo abracé, pero él no lloró. Solo murmuró: «Siempre igual».
Pasaron los meses. Vendimos el coche, dejamos de pagar el gimnasio y hasta cancelamos las clases de inglés de Lucía. Yo cogía horas extra siempre que podía y Alejandro aceptaba cualquier chapuza que salía: pintar pisos, repartir folletos, cargar cajas en Mercamadrid a las cinco de la mañana. La relación con Carmen se enfrió aún más; apenas la veíamos en Navidad y algún cumpleaños.
Pero la vida da vueltas inesperadas. Hace seis meses recibimos una llamada del hospital Clínico San Carlos: Carmen había sufrido un ictus leve. No tenía a nadie más. Los médicos nos dijeron que necesitaba rehabilitación y ayuda diaria para las tareas básicas. Su piso estaba lleno de obstáculos para una persona con movilidad reducida y no podía costear una residencia privada.
—No podemos dejarla sola —me dijo Alejandro una noche, mientras Lucía dormía y yo repasaba las cuentas en una libreta llena de tachones rojos.
—¿Y nosotros? —le respondí yo, con más rabia de la que quería mostrar—. ¿Quién nos ayudó cuando lo necesitábamos? ¿Por qué tenemos que cargar ahora con todo?
Alejandro bajó la cabeza. Sabía que tenía razón, pero también sabía que no podía abandonar a su madre. Así que empezamos a turnarnos para ir a su casa: yo por las mañanas antes del trabajo, él por las tardes después de sus chapuzas. Lucía pasaba más tiempo sola o con vecinos amables que se ofrecían a cuidarla un rato.
El dinero no alcanzaba para una cuidadora profesional. Los gastos médicos se acumulaban: medicinas, fisioterapia privada porque la lista de espera pública era interminable, adaptaciones en el baño… Empecé a vender ropa por Wallapop y a hacer bizcochos para las vecinas del bloque. Alejandro estaba cada vez más cansado; su espalda le dolía y su ánimo estaba por los suelos.
Una tarde, mientras ayudaba a Carmen a vestirse, ella me miró fijamente por primera vez en años.
—Victoria… —dijo con voz débil—. Siento mucho lo de antes. No supe estar ahí cuando me necesitasteis.
Me quedé helada. No sabía si abrazarla o gritarle todo lo que llevaba dentro desde hacía tanto tiempo. Solo pude asentir y seguir abrochándole el jersey.
Esa noche discutí con Alejandro. Estaba agotada física y emocionalmente.
—No puedo más —le dije entre lágrimas—. Siento que vivimos para los demás y nunca para nosotros mismos.
Él me abrazó fuerte.
—Lo sé… Pero es mi madre. No puedo dejarla tirada.
—¿Y si fuera mi madre? ¿Harías lo mismo? —pregunté sin esperar respuesta.
El silencio fue la única contestación.
Los días pasaban y la situación no mejoraba. Lucía empezó a suspender en el colegio; yo llegaba tarde al trabajo y temía perderlo; Alejandro estaba cada vez más irritable. Carmen mejoraba poco a poco físicamente, pero el ambiente en casa era irrespirable.
Un domingo por la tarde, después de otra discusión sobre el dinero y los turnos para cuidar a Carmen, Lucía se acercó y nos dijo:
—¿Por qué ya no somos felices?
No supe qué contestar. Me senté en el sofá y lloré delante de mi hija por primera vez.
Ahora escribo esto mientras escucho a Carmen toser desde su habitación y a Lucía hacer los deberes sola en la mesa del salón. Me pregunto si algún día podré perdonar de verdad a Carmen o si este sacrificio acabará rompiendo nuestra familia para siempre.
¿Hasta dónde llega el deber hacia los padres? ¿Es justo sacrificar nuestra felicidad por quienes nunca estuvieron cuando los necesitamos? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?