Cuando mi vecina se fue: El inesperado lazo con doña Carmen

—¿De verdad te vas a ir, Lucía? —le pregunté, con la voz quebrada, mientras ella cerraba la maleta en el portal del edificio.

Lucía me miró con esos ojos oscuros llenos de decisión y miedo a partes iguales. —No tengo opción, Teresa. El trabajo en Berlín es lo único que puede salvarnos del embargo. Pero… —hizo una pausa, bajando la voz—, necesito pedirte un favor. ¿Podrías mirar por mi madre? Solo hasta que pueda traerla conmigo.

Me quedé helada. Doña Carmen siempre me había parecido una mujer fuerte, pero últimamente la veía más frágil, sentada en su balcón, mirando la calle como si esperara algo o a alguien que nunca llegaba. Yo acababa de jubilarme tras treinta años como profesora en el instituto del barrio. Mi marido, Antonio, había muerto hacía dos años y mis hijos vivían lejos. La casa se me caía encima.

—Por supuesto, Lucía —le respondí, aunque sentí un nudo en el estómago—. No te preocupes por nada.

La primera semana fue incómoda. Doña Carmen no era fácil. Me recibía con un simple «buenos días» y apenas me dejaba ayudarla. «No necesito niñeras», decía, mientras intentaba levantarse sola para preparar el café. Pero yo insistía: le llevaba pan recién hecho, le ayudaba a regar sus geranios y, poco a poco, fui ganándome su confianza.

Una tarde de lluvia, mientras veíamos juntas un episodio repetido de «Cuéntame cómo pasó», doña Carmen rompió a llorar. Me contó que extrañaba a Lucía, que temía morirse sola en ese piso lleno de recuerdos y que sentía que su vida ya no tenía sentido. Yo la abracé y lloré con ella; por primera vez en mucho tiempo sentí que mi propia soledad se desvanecía.

Los días se llenaron de pequeñas rutinas: paseos por el parque, partidas de dominó en el centro de mayores, tardes de café y bizcocho casero. Pero también hubo momentos difíciles. Una mañana, doña Carmen se cayó en el baño y tuve que llamar a emergencias. Lucía, desde Alemania, lloraba al teléfono y me pedía perdón entre sollozos. «No puedo dejar el trabajo ahora, mamá no quiere venir todavía… ¿Qué hago, Teresa?»

En el hospital, mientras esperábamos los resultados de la radiografía, doña Carmen me apretó la mano. —Gracias por estar aquí. Si no fuera por ti…

Me sentí útil por primera vez desde mi jubilación. Pero también sentí rabia: ¿por qué las familias tienen que separarse para sobrevivir? ¿Por qué los mayores quedan relegados a la soledad?

El barrio empezó a notar nuestro vínculo. Las vecinas del portal cuchicheaban: «Mira Teresa, siempre tan atenta con la madre de Lucía». Algunos familiares de doña Carmen venían solo en Navidad o para los cumpleaños; yo era la que estaba allí cada día. Un domingo, su hijo Javier apareció sin avisar y me miró con desconfianza.

—¿Y usted quién es para meterse tanto en nuestra familia? —me espetó en el salón.

Me dolió su tono. Doña Carmen intervino: —Teresa es más familia que muchos de los que llevan mi sangre.

Javier se fue dando un portazo. Esa noche apenas dormí. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿Me estaba entrometiendo demasiado?

Pero al día siguiente, cuando doña Carmen me sonrió al abrirle la ventana para que entrara el sol, supe que sí: estaba donde debía estar.

Con el tiempo, Lucía consiguió traer a su madre a Alemania. El día de la despedida fue duro; nos abrazamos largo rato en el portal mientras las vecinas nos miraban desde las ventanas.

—No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho —me dijo Lucía entre lágrimas—. Has sido un ángel para mi madre… y para mí.

Me quedé sola otra vez en mi piso silencioso. Pero algo había cambiado: ya no sentía ese vacío asfixiante. Había recuperado la alegría de vivir y el sentido de comunidad que creía perdido.

Ahora ayudo en el centro de mayores del barrio; organizo talleres de lectura y meriendas los jueves. A veces recibo cartas de doña Carmen desde Hamburgo; me cuenta cómo echa de menos el olor a pan del horno y los paseos por el Retiro.

A veces me pregunto: ¿cuántas Teresas y cuántas doñas Carmen habrá en cada barrio de España? ¿Cuántas vidas podrían cambiar si nos atreviéramos a cruzar el rellano y ofrecer compañía?

¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez tan solos como para necesitar a un desconocido? ¿O tan útiles como para cambiarle la vida a alguien?