Cuando nuestras madres se aliaron: Crónica de una boda inesperada y una tormenta familiar
—¿Pero tú te has vuelto loca, Lucía? —La voz de mi madre, Carmen, retumbó en el salón como un trueno inesperado. Pedro me apretó la mano bajo la mesa, intentando transmitirme calma, pero yo sentía que el aire se volvía irrespirable.
Era un viernes cualquiera en Madrid, o eso creía yo. Pedro y yo habíamos decidido anunciar nuestro compromiso durante la cena familiar. Su madre, Mercedes, había traído su famosa tortilla de patatas y mi padre, Antonio, ya servía el vino de Rioja con una sonrisa nerviosa. Todo parecía ir bien hasta que solté la bomba:
—Nos casamos en septiembre.
El silencio fue tan denso que podía cortarse con cuchillo. Mi madre fue la primera en reaccionar, con ese tono entre incrédulo y autoritario que siempre me había puesto los pelos de punta. Mercedes, por su parte, se quedó boquiabierta, pero pronto recuperó la compostura y me abrazó con efusividad.
—¡Ay, hija! ¡Qué ilusión! —exclamó Mercedes, mirando a mi madre como si esperara que se sumara a la alegría.
Pero Carmen no estaba para celebraciones. Sus ojos se clavaron en mí como dagas.
—¿Y cuándo pensabais decírnoslo? ¿O es que ya no contamos para nada?
Pedro intentó mediar:
—Carmen, queríamos que fuera una sorpresa…
—¡Pues vaya sorpresa! —interrumpió mi madre—. ¿Y quién va a organizar todo esto? ¿Vosotros solos?
Ahí empezó todo. Lo que debía ser un momento de felicidad se convirtió en el inicio de una guerra fría entre nuestras madres. Mercedes, siempre tan diplomática, intentaba suavizar las cosas:
—Carmen, no te preocupes. Entre las dos podemos ayudarles…
Pero mi madre no quería ayuda; quería control. Y Mercedes tampoco estaba dispuesta a ceder terreno. Pronto las discusiones sobre el menú, la iglesia y hasta el color de las flores se convirtieron en batallas campales.
Una tarde, mientras Pedro y yo intentábamos elegir la lista de invitados en una cafetería del barrio de Chamberí, recibí un mensaje de voz de mi madre:
—Lucía, he hablado con la tía Pilar y dice que el salón del Casino Militar es mucho mejor que ese sitio moderno que habéis visto. Además, tu abuela quiere invitar a las amigas del club de petanca. No puedes dejarla fuera.
Pedro soltó una carcajada amarga.
—Mi madre acaba de decirme lo mismo sobre el restaurante del primo Paco en Toledo. Dice que allí sí saben hacer bodas como Dios manda.
Nos miramos con resignación. ¿De verdad era tan difícil casarse sin que nuestras madres se adueñaran del evento?
Las semanas siguientes fueron un desfile de reproches y alianzas imposibles. Un día Carmen y Mercedes parecían las mejores amigas, planeando juntas la decoración; al siguiente discutían acaloradamente por la lista de invitados o el tipo de música.
Recuerdo especialmente una noche en casa de mis padres. Mi madre estaba sentada en el sofá, con los ojos rojos de tanto llorar.
—No entiendo por qué tienes tanta prisa en casarte —me dijo—. ¿Es que tienes miedo de perder a Pedro? ¿O es que quieres huir de esta casa?
Me dolió escucharla así. Sabía que detrás de su enfado había miedo: miedo a quedarse sola, miedo a perderme. Pero yo también tenía derecho a vivir mi vida.
—Mamá, te prometo que nada va a cambiar entre nosotras…
Ella me miró con tristeza.
—Eso es lo que tú crees.
Mientras tanto, Pedro lidiaba con su propia tormenta. Mercedes era viuda desde hacía años y había volcado todas sus esperanzas en su único hijo. Ahora sentía que otra mujer le arrebataba su lugar.
Una tarde, Pedro explotó:
—¡Estoy harto! ¡No puedo más con sus peleas! ¿Y si nos fugamos y nos casamos solos?
Por un momento lo consideré. Pero sabía que eso solo empeoraría las cosas. No quería empezar nuestra vida juntos dejando atrás a nuestras familias.
El día de la prueba del vestido fue un desastre. Carmen y Mercedes discutieron delante de todas las dependientas sobre si debía llevar velo o mantilla.
—En mi familia siempre se ha llevado mantilla —insistía Carmen.
—Pero Lucía no es una señora mayor —replicaba Mercedes—. El velo le queda mucho mejor.
Al final salí llorando del probador, sintiéndome como una niña pequeña atrapada entre dos gigantes.
La tensión llegó a su punto máximo dos semanas antes de la boda. Durante una cena conjunta para ultimar detalles, Carmen soltó una bomba:
—Si esto sigue así, mejor que no haya boda.
El silencio fue absoluto. Pedro se levantó y salió al balcón; yo me quedé paralizada, mirando a nuestras madres como si fueran dos desconocidas.
Esa noche Pedro y yo hablamos largo y tendido. Decidimos poner límites.
Al día siguiente convocamos a nuestras madres en un café del centro.
—Mamá, Mercedes —empecé con voz temblorosa—, os queremos mucho y os agradecemos todo lo que hacéis por nosotros. Pero esta boda es nuestra. Si seguís así, no habrá boda para nadie.
Pedro asintió.
—Queremos que estéis presentes, pero necesitamos vuestro apoyo, no vuestras peleas.
Por primera vez vi a nuestras madres mirarse con sinceridad. Carmen rompió a llorar; Mercedes le cogió la mano. En ese momento entendí que detrás de su rivalidad había miedo: miedo a perder a sus hijos, miedo al cambio.
La boda finalmente se celebró en un pequeño jardín en las afueras de Madrid. No fue perfecta: hubo lágrimas, risas y algún que otro reproche velado. Pero fue nuestra boda.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto soltar a quienes amamos? ¿Por qué el amor puede ser tan complicado cuando debería ser lo más sencillo del mundo?