Cuando Papá Sonrió de Nuevo y Mamá Se Apagó: Mi Vida Entre Dos Mundos
—¿Por qué no puedes ser feliz por mí, Lucía? —me preguntó papá aquella tarde de noviembre, mientras la lluvia golpeaba los cristales del salón. Yo tenía quince años y sentía que el mundo se me caía encima. Mamá llevaba días sin salir de la cama y el olor a café frío y pastillas flotaba en el aire como una nube pesada.
No supe qué responderle. ¿Cómo podía alegrarme por él cuando mamá apenas podía mirarme a los ojos? Papá había conocido a Laura en el trabajo, una mujer risueña que siempre llevaba bufandas de colores y hablaba de viajes y libros. De pronto, él reía otra vez, salía los fines de semana y hasta empezó a escuchar música en casa, algo que no hacía desde que yo era niña.
Pero cada carcajada suya era como una bofetada para mamá. Recuerdo una noche en la que la oí llorar en la cocina. Me acerqué despacio y la vi sentada en el suelo, abrazada a sus rodillas, repitiendo en voz baja: “No valgo nada, no valgo nada…”
—Mamá, ¿quieres que te prepare una tila? —le susurré.
Ella levantó la cabeza, los ojos hinchados y rojos.
—¿Tú también te vas a ir con tu padre? —me preguntó, y sentí un nudo en la garganta tan fuerte que casi no podía respirar.
En el instituto, mis amigas hablaban de chicos, de conciertos, de las rebajas en Gran Vía. Yo fingía sonreír, pero por dentro solo pensaba en si mamá habría comido algo o si papá volvería a casa esa noche. Mis notas empezaron a bajar y los profesores llamaron a casa. Mamá no contestaba al teléfono; papá siempre estaba ocupado.
Un día, después de clase, fui directa al despacho de papá. Laura estaba allí, sentada en su mesa, con una sonrisa amable.
—Hola, Lucía. Tu padre está en una reunión, ¿quieres esperarle aquí?
Me senté en silencio. Laura intentó hablarme de libros y películas, pero yo solo pensaba en mamá sola en casa. Cuando papá llegó, le solté de golpe:
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué nos has dejado así?
Papá suspiró y me abrazó. Olía a colonia nueva y a algo desconocido.
—No he dejado de quererte nunca, Lucía. Pero tu madre y yo… ya no éramos felices juntos. No es culpa de nadie.
Pero yo sí sentía culpa. Culpa por querer estar con papá y también con mamá. Culpa por desear que todo volviera a ser como antes.
Las Navidades fueron un infierno. Papá quería que cenara con él y Laura; mamá no quería salir del dormitorio. Al final cené sola frente al televisor, viendo un especial de Raphael que nadie más quería ver conmigo.
Una tarde de enero encontré a mamá mirando una foto antigua: los tres en la playa de Cádiz, riendo bajo el sol.
—¿Te acuerdas de ese verano? —me preguntó con voz temblorosa.
Asentí. Mamá acarició mi pelo.
—No quiero que odies a tu padre. Él… simplemente ya no me quiere como antes. Pero tú eres lo único bueno que tengo.
Sentí un peso enorme sobre mis hombros. ¿Cómo podía ser yo el consuelo de alguien tan roto?
El tiempo pasó y mamá empezó terapia. Había días mejores y días peores. A veces salíamos a pasear por el Retiro y comprábamos churros con chocolate; otras veces no se levantaba hasta la tarde. Papá insistía en que fuera a su casa los fines de semana. Laura intentaba acercarse a mí con paciencia infinita: me regalaba libros, me preguntaba por mis exámenes… pero yo solo quería que todo desapareciera.
Un sábado por la mañana escuché a papá discutir con Laura en la cocina:
—No sé qué hacer con Lucía —decía él—. Siento que me odia.
—Es normal —respondió Laura—. Está sufriendo mucho. Dale tiempo.
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
En clase de Filosofía nos pidieron escribir sobre la felicidad. Yo escribí: “La felicidad es un lugar al que no sé cómo llegar”. El profesor me llamó después de clase.
—Lucía, ¿quieres hablar?
Negué con la cabeza. Nadie podía entender lo que sentía: ni rabia ni tristeza, sino un vacío enorme.
Un día mamá me confesó:
—A veces pienso que si tu padre no se hubiera ido, yo tampoco estaría así… Pero sé que no es justo echarle toda la culpa.
Me quedé pensando en eso durante semanas. ¿Era culpa de papá? ¿O simplemente la vida cambia y nos arrastra sin pedir permiso?
A los diecisiete empecé a salir con Marcos, un chico del barrio. Él escuchaba mis silencios y nunca me pedía explicaciones. Un día le conté todo: los gritos, las lágrimas, las noches en vela esperando que mamá respirara tranquila.
—No tienes que elegir —me dijo—. Puedes quererlos a los dos aunque estén rotos.
A veces pienso que Marcos tenía razón. Pero otras veces siento que sigo siendo esa niña perdida entre dos mundos: el de papá, lleno de luz nueva pero ajena; el de mamá, oscuro pero familiar.
Hoy tengo veintidós años y estudio Psicología en la Complutense. Mamá está mejor; papá sigue con Laura y han tenido un hijo pequeño, mi hermano Pablo. A veces paso fines de semana con ellos; otras veces me quedo con mamá viendo series antiguas.
Todavía me pregunto si todo podría haber sido diferente si papá hubiera luchado más o si mamá hubiera pedido ayuda antes. ¿De verdad fue culpa de alguien? ¿O simplemente hay heridas que nunca cierran del todo?
¿Vosotros qué pensáis? ¿Se puede reconstruir una familia después del dolor o solo aprendemos a vivir entre los pedazos?