Cuando tu propio hogar se convierte en un campo de batalla: la historia de una madre dividida
—¡No puedes hacerme esto, Lucía! —grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras ella recogía unos papeles de la mesa del salón.
Lucía ni siquiera levantó la vista. —Mamá, es mi parte. Necesito el dinero. No puedo seguir viviendo así, ¿no lo entiendes?
Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Mi propio hogar, el piso que heredé de mis padres en Chamberí, ese refugio donde vi crecer a mis hijos, se había convertido en un campo de batalla. Todo por culpa de una decisión que tomé pensando en su bienestar: repartir el piso entre Lucía y Álvaro para que ninguno se sintiera menos querido. Ahora, esa buena intención era la semilla de nuestra desgracia.
Recuerdo perfectamente el día en que firmamos los papeles ante notario. Lucía sonreía, Álvaro parecía distante, pero yo estaba convencida de que hacía lo correcto. “Así no habrá peleas cuando yo falte”, me repetía. Qué ingenua fui.
La crisis llegó rápido. Lucía perdió su trabajo en una tienda de ropa del centro y, agobiada por las deudas y su pareja, Sergio, que no aportaba nada a la casa, empezó a presionarme para vender su parte del piso. Álvaro, por su parte, apenas venía a verme; desde que se fue a vivir con su novia a Vallecas, parecía que yo ya no existía.
—¿Y dónde voy a vivir yo si vendes tu parte? —pregunté, sintiendo cómo la angustia me apretaba el pecho.
Lucía suspiró. —Mamá, podrías irte con Álvaro una temporada. O buscarte algo pequeño. Yo no puedo seguir así.
—¿Y si los nuevos dueños quieren echarme? ¿No has pensado en eso?
Ella me miró con una mezcla de culpa y cansancio. —No sé… ya veremos.
Esa noche no dormí. Caminé por el pasillo oscuro, tocando las paredes como si pudieran darme respuestas. Recordé a mi madre cocinando lentejas en la cocina, a mi padre leyendo el periódico en el balcón. Todo eso iba a desaparecer porque mis hijos no sabían entenderse… o porque yo no supe enseñarles a hacerlo.
Al día siguiente llamé a Álvaro. Tardó en contestar.
—¿Qué pasa, mamá?
—Tu hermana quiere vender su parte del piso. ¿Tú qué opinas?
Un silencio incómodo llenó la línea.
—Pues que haga lo que quiera. Yo no pienso comprarle nada. Bastante tengo con mis cosas.
—¿Y yo? ¿Dónde voy a vivir?
—Mamá, eres mayorcita. Siempre te las has apañado sola.
Colgué con lágrimas en los ojos. ¿En qué momento mis hijos se habían vuelto tan egoístas? ¿O era yo la egoísta por querer retenerlos a mi lado?
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía trajo a un agente inmobiliario para tasar su parte del piso. Yo me encerré en mi habitación y escuché cómo recorrían el salón, la cocina, incluso mi dormitorio.
—Es un piso antiguo pero tiene potencial —decía el agente—. Si se reforma un poco, se puede sacar buen dinero.
Me sentí como una intrusa en mi propia casa.
Esa noche discutí con Lucía como nunca antes.
—¡No tienes derecho! ¡Este piso es mi vida!
—¡Y la mía también! —me gritó ella—. Pero tú siempre piensas solo en ti.
Me quedé muda. ¿Era cierto? ¿Había hecho todo esto solo para sentirme menos sola?
Las semanas pasaron y la tensión crecía. Los vecinos empezaron a murmurar; todos sabían lo que estaba pasando. En el supermercado, doña Pilar me miraba con lástima.
—Ay, Carmen, qué disgusto más grande…
Yo asentía sin fuerzas para hablar.
Un día recibí una carta certificada: Lucía había encontrado un comprador para su parte del piso. El miedo me paralizó. Llamé a Lucía desesperada.
—Por favor, hija, no lo hagas…
Pero ella ya no era la niña que abrazaba mis piernas cuando tenía miedo; ahora era una mujer cansada y herida por la vida.
—Lo siento, mamá. No tengo otra opción.
El día de la firma llegó y me sentí invisible entre abogados y desconocidos. El nuevo copropietario era un hombre serio, de unos cincuenta años.
—No se preocupe, señora Carmen —me dijo—. No pienso echarla… de momento.
De momento. Esas palabras me persiguieron durante semanas. Vivía con miedo cada vez que sonaba el timbre o llegaba una carta nueva.
Álvaro seguía sin aparecer y Lucía apenas me llamaba. Me sentía más sola que nunca en ese piso lleno de recuerdos y fantasmas.
Una tarde me senté en el balcón y miré Madrid al atardecer. Pensé en todo lo que había perdido: la familia unida, la confianza en mis hijos, incluso mi propio hogar.
¿De verdad hice bien al repartir el piso? ¿O fue solo una forma de evitar enfrentarme a la soledad? ¿Cuántas madres españolas estarán pasando por lo mismo ahora mismo?
A veces me pregunto: ¿vale la pena sacrificarlo todo por los hijos si al final te quedas sola? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?