Demasiado para mí: Cuando el amor de mis padres era una deuda imposible

—¿Por qué nunca haces nada bien, Pablo? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo, mientras yo, con apenas doce años, sostenía entre las manos el jarrón roto que había heredado de mi abuela. Mi padre, sentado en el sofá, ni siquiera levantó la vista del periódico. Sentí cómo el calor me subía a las mejillas y las lágrimas amenazaban con salir, pero me tragué el llanto. No era la primera vez que escuchaba esas palabras, ni sería la última.

Desde que tengo memoria, en casa de los Fernández todo giraba en torno a las apariencias. Mi madre, Carmen, siempre pendiente de lo que dirían las vecinas del barrio de Chamberí; mi padre, Antonio, obsesionado con que su hijo único fuera el reflejo de sus sueños frustrados. «Tienes que ser el mejor, Pablo. No puedes fallar», repetía él cada vez que traía una nota que no fuera un sobresaliente. Yo solo quería jugar al fútbol con mis amigos en la plaza, pero eso era perder el tiempo según ellos.

A los quince años ya sabía que mi vida no era mía. Me apuntaron a clases de piano porque mi madre decía que era lo que hacían los niños bien. Los sábados por la mañana, mientras mis amigos iban al Retiro a montar en bici, yo practicaba escalas y sonatas hasta que me dolían los dedos. «¿Ves? Así sí puedes estar orgullosa de tu hijo», le decía mi madre a su hermana por teléfono, creyendo que yo no escuchaba.

Pero lo peor llegó cuando mi padre perdió su trabajo en la oficina bancaria. De repente, todo el peso de la familia cayó sobre mí. «Tienes que ayudar en casa, Pablo. Eres nuestro único apoyo», me decía mi madre mientras me daba una lista interminable de tareas: cuidar a mi abuela enferma, hacer la compra, ayudar a mi padre con los currículums. Yo tenía diecisiete años y sentía que me ahogaba.

Una noche, después de cenar, reuní el valor para hablar:
—Mamá, papá… Me han ofrecido una beca para estudiar Bellas Artes en Valencia. Es lo que siempre he querido.
Mi padre golpeó la mesa con el puño:
—¿Bellas Artes? ¿Para qué? Eso no da de comer. Aquí te necesitamos. No puedes irte ahora.
Mi madre se echó a llorar:
—¿Ves lo que nos haces? Después de todo lo que hemos hecho por ti…

Me encerré en mi cuarto y lloré como nunca antes. Sentía culpa por querer algo para mí. ¿Era egoísta soñar?

Pasaron los años y seguí viviendo para ellos. Trabajé en una tienda para ayudar con los gastos y estudié Administración porque era lo «correcto». Cada vez que intentaba hablar de mis sueños, mi madre cambiaba de tema o suspiraba con decepción. Mi padre solo hablaba conmigo para recordarme mis obligaciones.

Un día, mientras ayudaba a mi abuela a vestirse, ella me miró fijamente:
—Pablo, hijo… No vivas solo para los demás. La vida se va muy rápido.
Sus palabras me golpearon como un jarro de agua fría. ¿Cuándo había dejado de ser yo mismo?

El punto de quiebre llegó cuando conocí a Lucía en la universidad. Ella era todo lo contrario a mí: libre, espontánea, sin miedo a decir lo que pensaba. Una tarde, después de clase, le conté mi historia.
—¿Y tú cuándo vives para ti? —me preguntó.
No supe qué responderle.

Esa noche llegué a casa decidido a hablar con mis padres. Los encontré discutiendo sobre facturas impagadas.
—Mamá, papá… Necesito hablaros —dije con voz temblorosa.
Mi madre me miró con cansancio:
—¿Qué pasa ahora?
—No puedo más. Siento que nunca soy suficiente para vosotros. Siempre he hecho lo que esperabais, pero nunca es suficiente…
Mi padre bufó:
—¡Siempre tan dramático! ¿No ves todo lo que hacemos por ti?
—¿Y yo? ¿Quién hace algo por mí? —grité sin poder contenerme.

El silencio fue absoluto. Por primera vez vi miedo en los ojos de mi madre y rabia contenida en los de mi padre.

Esa noche dormí fuera de casa, en el sofá de Lucía. Lloré y reí al mismo tiempo: por fin había dicho lo que llevaba años guardando.

Con el tiempo aprendí a poner límites. Empecé terapia y poco a poco recuperé mis sueños olvidados. Mis padres no lo entendieron al principio; hubo gritos, reproches y silencios largos como inviernos. Pero yo ya no podía volver atrás.

Hoy tengo treinta años y vivo en un pequeño piso en Lavapiés. Pinto cuadros por las noches y trabajo en una galería durante el día. Mis padres siguen esperando que vuelva a ser el hijo perfecto, pero ahora sé que nunca podré llenar ese vacío en ellos.

A veces me pregunto si algún día entenderán que quererme no debería depender de cuánto me sacrifique por ellos. ¿Cuántos hijos viven atrapados en las expectativas ajenas? ¿Cuándo aprenderemos a querernos primero a nosotros mismos?