Diez años de silencio: La historia de una familia al borde del abismo
—¿Otra vez has dejado la ropa sin tender, Isabel? —La voz de Carmen retumba desde el pasillo, cortando el silencio de la tarde como un cuchillo afilado.
Me sobresalto, el corazón golpeando en el pecho. Miro por la ventana del pequeño salón, donde la luz de Madrid se cuela tímida entre las cortinas raídas. Hace diez años que vivo en esta casa, la de la abuela Pilar, y aún no me siento dueña de nada. Ni siquiera de mis propias decisiones.
—Ahora voy, Carmen —respondo en voz baja, sabiendo que no me ha escuchado o, peor aún, que no le importa.
Nathan llegará pronto del turno de noche en la fábrica. Siempre llega cansado, con las manos negras de grasa y los ojos hundidos. Cuando se sienta a la mesa, apenas habla. Yo le sirvo la cena —arroz con tomate, otra vez— y él mastica en silencio. A veces me mira como si esperara algo de mí que no sé darle.
Carmen, mi suegra, nunca deja pasar una oportunidad para recordarme que podría estar ayudando más. Hace dos semanas me trajo un anuncio: «Se busca dependienta para panadería. Media jornada. No se requiere experiencia». Lo dejó sobre la mesa del desayuno, junto a mi taza vacía.
—Isabel, esto es perfecto para ti. No puedes seguir así toda la vida —dijo, mirándome con esos ojos grises que nunca parpadean.
—No puedo dejar a los niños solos —musité, aunque ya tienen 9 y 11 años y pasan más tiempo en casa de su amiga Lucía que conmigo.
Carmen suspiró tan fuerte que pensé que se le rompería el pecho.
—Siempre tienes una excusa. ¿No ves cómo está Nathan? ¿No ves cómo estamos todos?
Me sentí pequeña, diminuta. Como si cada palabra suya me arrancara un trozo de dignidad.
La verdad es que tengo miedo. Miedo a salir ahí fuera y fracasar. Miedo a que me juzguen por haber pasado diez años sin trabajar, por haberme convertido en esa mujer invisible que sólo existe entre las paredes de esta casa prestada. Miedo a descubrir que ya no sé hacer nada bien.
Mis amigas de antes ya no me llaman. Cuando las veo en el supermercado, bajan la mirada o fingen no reconocerme. Sé lo que piensan: «Isabel se lo ha buscado». Quizá tengan razón.
Nathan nunca me reprocha nada directamente, pero su silencio pesa más que cualquier grito. A veces le oigo hablar con Carmen en la cocina:
—No puedo más, mamá. No llegamos a fin de mes. Y ella…
—Tienes que hablar con ella, hijo. Esto no puede seguir así.
Me encierro en el baño y lloro en silencio para que los niños no me oigan. Me miro al espejo y no reconozco a la mujer ojerosa y despeinada que me devuelve la mirada.
Un día, mientras recogía los platos del desayuno, escuché a mi hija Marta hablar con su hermano:
—¿Por qué mamá nunca trabaja?
—No sé —respondió Pablo encogiéndose de hombros—. A lo mejor está enferma.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso es lo que piensan mis hijos? ¿Que estoy enferma? ¿O peor aún, que soy débil?
Esa noche intenté hablar con Nathan:
—¿Crees que debería aceptar el trabajo de la panadería?
Él me miró largo rato antes de responder:
—Haz lo que quieras, Isabel. Pero yo ya no puedo más solo.
Me sentí sola como nunca antes. Ni siquiera el abrazo torpe de Marta antes de dormir consiguió calmarme.
A veces pienso en irme. Coger a los niños y marcharme lejos, empezar de cero donde nadie me conozca ni me juzgue. Pero sé que eso es imposible. No tengo dinero ni fuerzas ni valor.
La abuela Pilar apenas sale ya de su habitación. A veces me llama para contarme historias de cuando España era otra, cuando las mujeres no podían ni soñar con trabajar fuera de casa. Me acaricia la mano y me dice:
—Tú vales mucho más de lo que crees, hija.
Pero yo sólo siento vergüenza.
El otro día Carmen entró en mi cuarto sin llamar:
—Isabel, esto se acaba. O buscas trabajo o tendrás que buscarte otro sitio donde vivir. No puedo seguir manteniéndoos a todos con mi pensión y lo poco que trae Nathan.
Me quedé muda. Por primera vez sentí verdadero pánico. ¿Dónde iríamos? ¿Qué haría con los niños?
Esa noche apenas dormí. Pensé en mis padres, en cómo se avergonzarían si supieran en lo que me he convertido. Pensé en mis hijos, en Nathan…
Por la mañana llamé al número del anuncio de la panadería. Me temblaban las manos tanto que apenas podía sostener el móvil.
—¿Sí? —contestó una voz amable al otro lado.
—Hola… llamo por el trabajo…
No sé qué pasará mañana ni si seré capaz de salir adelante después de tanto tiempo escondida tras mis miedos y excusas. Pero hoy he dado un paso.
¿De verdad merezco otra oportunidad? ¿Cuántas veces puede una familia romperse antes de perderse para siempre?