Diez años de sueños: Mi hijo y la decisión que lo cambió todo

—Mamá, papá, ¿podemos hablar? —La voz de Felipe resonó en el salón aún sin terminar, entre el eco de las paredes desnudas y el olor a yeso fresco. Dejé la brocha sobre el cubo y miré a Iván, que seguía midiendo el marco de la ventana. Supe al instante que algo grave pasaba.

Diez años. Diez años levantando esta casa piedra a piedra, ahorrando cada euro, renunciando a vacaciones, a cenas fuera, a caprichos. Todo para ver cumplido ese sueño: una casa propia en la sierra, lejos del ruido de Madrid, donde los inviernos huelen a leña y los veranos a tomillo. Iván y yo lo habíamos imaginado todo: los nietos corriendo por el jardín, las Navidades con la familia reunida, la tranquilidad de los días lentos.

Felipe se sentó frente a nosotros. Tenía ojeras y el pelo revuelto. Había vuelto de Madrid hacía dos días, después de terminar la carrera de arquitectura. Siempre fue nuestro orgullo: buen estudiante, responsable, cariñoso. Pero desde que volvió, apenas hablaba.

—Me han ofrecido trabajo en Berlín —dijo al fin, bajando la mirada—. Empiezo en dos semanas.

Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. Iván dejó caer el metro y se quedó quieto, como si no hubiera entendido.

—¿Berlín? Pero… ¿y la casa? ¿No decías que querías ayudar con los últimos arreglos? —pregunté, intentando mantener la voz firme.

Felipe suspiró. —Mamá, aquí no hay trabajo para mí. He enviado currículums a todos lados. En Madrid me ofrecen prácticas mal pagadas o nada. En Berlín me contratan como arquitecto de verdad. Es una oportunidad…

Iván apretó los labios. —¿Y nosotros? ¿Y todo esto? —señaló la casa—. ¿Para qué hemos hecho todo esto si te vas?

El silencio se hizo espeso. Yo sentí una mezcla de rabia y tristeza. Recordé las noches en vela calculando presupuestos, las discusiones por el color de las baldosas, las manos llenas de callos. Todo por él, por nosotros.

Felipe se levantó y me abrazó. —No quiero haceros daño. Pero necesito vivir mi vida.

Esa noche no dormí. Escuché a Iván moverse inquieto en la cama. Al amanecer, salí al porche y vi la niebla cubriendo el valle. Pensé en mi madre, que siempre decía: “Los hijos no son nuestros, sólo los cuidamos un tiempo”. Pero ¿cómo aceptar que todo por lo que habíamos luchado ya no tenía sentido?

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Iván se encerró en el taller y apenas hablaba. Yo trataba de animar a Felipe, pero sentía un nudo en el estómago cada vez que le veía hacer la maleta.

Una tarde, mientras pintaba la habitación que iba a ser su estudio, entró mi hermana Carmen.

—¿Qué pasa aquí? Tenéis una cara…

Le conté todo entre lágrimas.

—María —me dijo—, los hijos vuelan. Lo importante es que sea feliz. La casa es sólo una casa.

Pero para mí era mucho más. Era nuestro proyecto común, nuestro refugio después de años de sacrificios.

El día antes de irse, Felipe nos reunió en la cocina.

—He estado pensando… Si queréis vender la casa y venir conmigo a Berlín, podríamos empezar algo nuevo juntos allí.

Iván explotó:

—¿¡Vender nuestra casa!? ¡Jamás! Esto es nuestra vida, Felipe. No puedes pedirnos eso.

Felipe bajó la cabeza. Yo sentí que me partía en dos: entre el amor por mi hijo y el apego a nuestra vida aquí.

Esa noche discutimos hasta tarde. Iván estaba furioso; yo lloraba sin consuelo. Felipe hizo la maleta en silencio.

Al día siguiente lo acompañamos a la estación de tren en Segovia. El paisaje pasaba borroso tras la ventanilla empañada por mis lágrimas.

—Mamá —me susurró Felipe antes de subir al tren—, nunca quise haceros daño. Pero necesito intentarlo.

Lo abracé fuerte, como cuando era niño y tenía miedo a las tormentas.

El tren partió y sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Han pasado seis meses desde entonces. La casa está terminada pero vacía. Iván y yo apenas hablamos del tema; cada uno lleva su duelo en silencio. A veces recibimos fotos de Felipe en Berlín: sonríe junto al río Spree, rodeado de amigos nuevos. Me alegro por él, pero duele.

A veces me pregunto si hicimos bien en sacrificar tanto por un sueño que ya no es compartido. ¿Qué es realmente un hogar? ¿Un lugar físico o las personas que amamos?

¿Vosotros qué haríais? ¿Seríais capaces de dejarlo todo por seguir a un hijo? ¿O lucharíais por mantener vivo vuestro propio sueño?