Diez años después: el regreso de Tomás
—¿Por qué has vuelto, Tomás? —le pregunté con la voz quebrada, mientras mis manos temblaban sobre la mesa de la cocina. La cafetera silbaba en el fondo, como si quisiera acallar el silencio incómodo que se había instalado entre nosotros. Él bajó la mirada, incapaz de sostenerme los ojos.
No era la primera vez que imaginaba este momento, pero nunca pensé que llegaría de verdad. Diez años. Diez años desde que Tomás se fue de casa, dejándome sola con nuestros dos hijos, Lucía y Sergio, en nuestro piso de Vallecas. Diez años de noches en vela, de lágrimas ahogadas en la almohada, de aprender a ser madre y padre a la vez. Diez años de rabia, de preguntas sin respuesta, de mirar a mis hijos y prometerme que nunca les fallaría como él nos falló.
Ahora estaba aquí, sentado frente a mí, con el rostro envejecido y las manos vacías. No traía regalos ni excusas convincentes. Solo traía su arrepentimiento y una súplica muda en los ojos.
—No sé qué esperas que te diga —susurré—. ¿Que todo está bien? ¿Que puedes volver como si nada?
Tomás tragó saliva. —No espero que me perdones enseguida, Carmen. Solo… solo quiero hablar contigo. Con los niños.
Sentí una punzada en el pecho al oírle decir «los niños». Lucía tenía diecisiete años y Sergio quince. Ya no eran niños, y mucho menos para él. Habían crecido sin su padre, aprendiendo a desconfiar del mundo y a protegerse con una coraza de indiferencia. Habían aprendido a no esperar nada de nadie.
—No quieren verte —le dije, sin rodeos—. No quieren saber nada de ti.
Vi cómo se le humedecían los ojos. Por un instante, sentí lástima. Pero enseguida recordé todas las veces que tuve que consolar a Lucía cuando preguntaba por qué su padre no llamaba por su cumpleaños; todas las veces que Sergio se peleó en el colegio porque alguien le llamó «hijo de nadie».
—Carmen —dijo Tomás, casi en un susurro—, sé que no tengo derecho a pedirte nada. Pero he cambiado. He pasado por mucho…
—¿Y crees que nosotros no? —le interrumpí—. ¿Sabes lo duro que ha sido sacar adelante esta familia sola? ¿Sabes lo que es mirar a tus hijos y no saber si vas a poder pagar la luz el mes siguiente?
Él asintió en silencio. Me di cuenta de que estaba más delgado, con ojeras profundas y las manos agrietadas. No era el hombre seguro que se marchó un día cualquiera diciendo que «necesitaba encontrarse a sí mismo».
La puerta del pasillo se abrió de golpe y Lucía apareció en el umbral, con los auriculares colgando del cuello y el ceño fruncido.
—¿Qué hace él aquí? —preguntó, mirando a Tomás con una mezcla de desprecio y miedo.
Tomás intentó sonreírle, pero Lucía dio media vuelta y desapareció por el pasillo antes de que pudiera decir una palabra. Oí cómo cerraba la puerta de su habitación con un portazo.
Me levanté para ir tras ella, pero Tomás me detuvo con un gesto.
—Déjala —dijo—. Tiene derecho a estar enfadada.
Me senté de nuevo, agotada. Sentí cómo el peso de todos estos años caía sobre mis hombros. Recordé las tardes en las que Lucía me ayudaba a preparar la cena mientras Sergio hacía los deberes en la mesa del salón; las veces que nos reíamos juntos viendo una película barata porque no podíamos permitirnos ir al cine; los domingos en El Retiro, cuando fingíamos que éramos una familia completa.
—¿Por qué te fuiste? —pregunté al fin, con la voz rota.
Tomás suspiró. —Era un cobarde. Me sentía atrapado… No supe afrontar los problemas. Pensé que fuera encontraría respuestas, pero solo encontré más soledad.
Me quedé mirándole largo rato. Quise gritarle todo lo que había callado durante años: el dolor, la rabia, la sensación de abandono. Pero solo pude llorar en silencio.
—¿Y ahora qué? —pregunté—. ¿Qué esperas que haga?
Tomás se encogió de hombros. —No lo sé. Solo quiero intentar arreglar las cosas… aunque sea tarde.
Esa noche apenas dormí. Escuché a Lucía llorar en su habitación y a Sergio dar vueltas en la cama. Al día siguiente, durante el desayuno, Sergio me miró con ojos llenos de reproche.
—¿Vas a dejarle volver? —me preguntó—. Porque yo no pienso perdonarle nunca.
Me dolió oírle hablar así, pero no podía culparle. Yo tampoco sabía si sería capaz de perdonar.
Durante días, Tomás intentó acercarse a los niños: les dejó notas en la puerta, les mandó mensajes al móvil… Pero ellos le ignoraban o le respondían con frialdad.
Una tarde, mientras doblaba ropa en el salón, Lucía se sentó a mi lado.
—Mamá… ¿tú le quieres todavía?
La pregunta me desarmó. No supe qué responderle. Había aprendido a vivir sin él; había reconstruido mi vida sobre las ruinas que dejó su marcha. Pero una parte de mí seguía preguntándose si merecía otra oportunidad.
—No lo sé, hija —admití—. No lo sé.
Esa noche soñé con el pasado: con los veranos en Benidorm cuando éramos jóvenes y todo parecía posible; con las promesas rotas y las palabras nunca dichas.
Al despertar, sentí una extraña paz. Quizá no tenía todas las respuestas, pero sabía que tenía derecho a decidir por mí misma.
Cuando Tomás volvió a llamar a la puerta unos días después, le recibí con una mezcla de miedo y esperanza.
—No sé si puedo perdonarte —le dije—. Pero tampoco quiero vivir anclada al rencor toda mi vida.
Él asintió, agradecido.
—Solo quiero estar cerca… aunque sea como amigo.
Miré a mis hijos, que nos observaban desde el pasillo. Vi en sus ojos la misma confusión que sentía yo: miedo al dolor, pero también ganas de sanar.
Quizá nunca volvamos a ser una familia como antes. Quizá nunca pueda olvidar lo que pasó. Pero sé que tengo derecho a elegir mi propio camino.
¿Se puede realmente perdonar una traición tan grande? ¿O es mejor aprender a vivir con las cicatrices y seguir adelante? ¿Vosotros qué haríais?