¿Divorcio a los 65? La historia de Tomás y el precio de la segunda oportunidad

—¿Pero tú te has vuelto loco, Tomás? —La voz de Carmen retumbó en el pasillo, tan fría como la cerámica bajo mis pies descalzos—. ¿Divorciarnos ahora? ¿A los sesenta y cinco años?

Me quedé quieto, con el sobre del abogado en la mano. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del salón. Pensé en responderle, pero no encontré palabras. ¿Cómo explicar que el silencio entre nosotros era más ruidoso que cualquier discusión?

Carmen y yo llevábamos juntos desde que éramos unos críos en Salamanca. Nos casamos jóvenes, tuvimos a nuestro hijo, Álvaro, y durante décadas fuimos una familia como tantas otras: cenas de domingo, vacaciones en la playa de San Juan, discusiones por tonterías y reconciliaciones rápidas. Pero cuando Álvaro se fue a vivir a Múnich con su mujer y sus hijos, la casa se nos cayó encima.

Carmen volcó todo su amor en las videollamadas con los nietos. Yo intenté adaptarme: aprendí a cocinar, salía a caminar por el parque, incluso me apunté a clases de ajedrez en el centro de mayores. Pero cada vez que entraba en casa, sentía que sobraba. Carmen solo hablaba de los niños, de lo bien que les iba en Alemania, de lo mucho que los echaba de menos. Yo también los echaba de menos, pero necesitaba hablar de otras cosas: del miedo a envejecer solo, del dolor en las rodillas, de los recuerdos que me asaltaban por las noches.

Una tarde, después de una discusión absurda sobre el detergente, salí a dar un paseo sin rumbo. Fue entonces cuando conocí a Lucía. Estaba sentada en un banco del parque, leyendo un libro de poesía. Nos pusimos a hablar —primero del tiempo, luego de Machado— y sentí una chispa que creía extinguida para siempre.

Durante semanas, busqué excusas para volver al parque. Lucía era viuda desde hacía años; tenía una risa contagiosa y una manera de mirar el mundo que me devolvía las ganas de vivir. Me sentía culpable por lo que estaba ocurriendo, pero también vivo por primera vez en mucho tiempo.

Cuando Carmen descubrió mis salidas —no tardó mucho en atar cabos—, la tensión explotó. Hubo gritos, reproches y lágrimas. Me acusó de traicionar todo lo que habíamos construido juntos. Yo intenté explicarle que no era cuestión de amor o desamor: era cuestión de sobrevivir.

—¿Sobrevivir? —me gritó—. ¡Esto es cobardía! ¡Egoísmo!

Quizá tenía razón. Pero también era cierto que llevaba años sintiéndome invisible en mi propia casa.

La noticia del divorcio corrió como la pólvora entre familiares y amigos. Mi hermana Pilar me llamó llorando:

—Tomás, ¿pero qué vas a hacer ahora? ¿Empezar de cero con otra mujer? ¿No te das cuenta del ridículo?

Mis amigos del bar me miraban con una mezcla de compasión y burla:

—A tu edad… ¿y te crees que vas a encontrar la felicidad?

Pero lo peor fue la reacción de Álvaro. Me llamó desde Alemania, furioso:

—Papá, ¿cómo puedes hacerle esto a mamá? ¿No podías esperar? ¿No podías aguantar un poco más?

Me sentí pequeño, como si todo lo bueno que había hecho como padre y marido se hubiera borrado de golpe.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Carmen lloraba cada noche; yo dormía en el sofá. La casa se llenó de cajas y silencios aún más pesados. A veces pensaba en echarme atrás, pedirle perdón y fingir que nada había pasado. Pero entonces recordaba las tardes con Lucía y la sensación de estar vivo.

El día que firmamos los papeles del divorcio llovía otra vez. Carmen no me miró a los ojos. Cuando salí del juzgado, sentí una mezcla extraña de alivio y tristeza.

Lucía me esperaba en una cafetería cerca del río Tormes. Me cogió la mano sin decir nada. No era un amor adolescente ni una pasión desbordada; era algo más sereno, pero igual de necesario.

Los primeros meses fueron difíciles. Me sentía culpable cada vez que veía una foto antigua o escuchaba la voz temblorosa de Carmen al teléfono. Álvaro dejó de hablarme durante semanas; mis nietos apenas sabían qué decirme cuando llamaba.

Pero poco a poco fui encontrando mi lugar. Lucía y yo viajamos a Asturias, paseamos por las calles empedradas de Oviedo, aprendimos juntos a usar WhatsApp para hablar con nuestros hijos. Descubrí que la vida no se acaba a los sesenta ni a los setenta; solo cambia de forma.

A veces me pregunto si hice bien. Si el dolor causado justifica la paz que siento ahora. Si es posible empezar de nuevo sin herir a quienes más quieres.

¿Es egoísmo buscar la felicidad cuando todos esperan que te resignes? ¿O es valentía atreverse a romper el silencio y apostar por una segunda oportunidad?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar?