Dos años después, casada con un divorciado: El día que Lucía llegó a nuestro piso de 40 metros
—¿Y dónde se supone que va a dormir, Andrés? —le grité, con la voz temblando entre el miedo y la rabia. Él se quedó callado, mirando el suelo de nuestro minúsculo salón, ese mismo suelo que tantas veces habíamos compartido entre risas y cenas improvisadas. Pero ahora, todo era distinto.
Andrés y yo llevábamos dos años casados. Cuando lo conocí, me enamoré de su sinceridad y de esa tristeza en los ojos que sólo tienen quienes han perdido mucho. Era divorciado, sí, pero nunca pensé que eso sería un problema. Hasta que su hija Lucía, de dieciocho años, decidió venir a estudiar a Madrid y él, sin consultarme, le ofreció nuestro piso de 40 metros en Lavapiés como refugio.
—Es sólo hasta que encuentre una residencia —me dijo Andrés, intentando sonar convincente.
Pero yo sabía que no era cierto. En el fondo, él quería recuperar el tiempo perdido con Lucía. Y yo… yo no sabía si estaba preparada para compartir mi vida con una adolescente que apenas conocía.
La primera noche fue un desastre. Lucía llegó con dos maletas enormes y una mirada desafiante. No me saludó; sólo preguntó dónde podía dejar sus cosas. Andrés intentó romper el hielo:
—Lucía, esta es Marta… mi mujer.
Ella asintió sin mirarme. Yo sentí un nudo en el estómago. Esa noche dormí mal, escuchando sus pasos nerviosos por el pasillo y el murmullo de su móvil hasta las tantas.
Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños roces: la toalla mojada sobre mi cama, la nevera llena de yogures y refrescos que no eran míos, la puerta del baño siempre cerrada cuando más lo necesitaba. Pero lo peor era la sensación de ser una extraña en mi propia casa.
Una tarde, mientras preparaba la cena, escuché a Lucía hablando por teléfono en voz baja:
—No sé cuánto aguantaré aquí… Mi padre está raro y ella… bueno, ni te cuento.
Me mordí el labio para no llorar. ¿Era yo el problema? ¿O simplemente nunca había tenido un lugar real en esta familia improvisada?
Andrés intentaba mediar, pero cada vez que hablábamos acabábamos discutiendo:
—Marta, tienes que entenderla… Ha pasado por mucho.
—¿Y yo? ¿Quién me entiende a mí? —le respondí una noche, con lágrimas en los ojos.
La tensión creció hasta hacerse insoportable. Empezamos a dormir en horarios distintos; yo me quedaba hasta tarde viendo series con los auriculares puestos para no escuchar sus conversaciones en la cocina. A veces salía a caminar por el barrio sólo para respirar aire fresco y recordar quién era antes de todo esto.
Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos los tres en silencio, Lucía soltó de golpe:
—Me han dado plaza en una residencia. Me voy la semana que viene.
Andrés sonrió aliviado. Yo también, pero algo dentro de mí se rompió. No era sólo la convivencia lo que me dolía; era darme cuenta de que nunca habíamos sido realmente una familia. Que yo siempre había sido la invitada incómoda en una historia que no era la mía.
El día que Lucía se fue, Andrés y yo nos quedamos solos en el piso. El silencio era tan denso que costaba respirar. Intenté hablarle:
—¿Y ahora qué? ¿Volvemos a fingir que todo está bien?
Él no respondió. Se limitó a mirar por la ventana, como si buscara una salida que no existía.
Semanas después, tomé la decisión más difícil de mi vida: pedí el divorcio. No por Lucía, ni siquiera por Andrés… sino por mí. Porque entendí que merecía algo más que ser un personaje secundario en mi propia vida.
Hoy firmo los papeles del divorcio y me pregunto: ¿Cuántas veces aceptamos menos de lo que merecemos por miedo a estar solos? ¿Alguna vez fui realmente parte de esa familia o sólo ocupaba un espacio entre dos personas heridas?