El cumpleaños que rompió mi familia
—¿Por qué ahora, papá? —grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mi pregunta flotaba en el salón decorado con serpentinas y globos azules. Era el 51 cumpleaños de mi padre, y la tarta aún estaba intacta sobre la mesa. Mi madre, Carmen, se aferraba a su copa de vino como si fuera un salvavidas. Mi hermano menor, Sergio, se había quedado paralizado junto a la ventana, mirando las luces de la calle como si pudiera escapar por ellas.
Mi padre, Antonio, no levantó la vista. —No puedo más. Lo siento. No quiero seguir fingiendo —dijo, con una calma que me heló la sangre.
La abuela Pilar dejó caer el tenedor al plato. Nadie se movió. El reloj del comedor marcaba las ocho y media, pero para mí el tiempo se detuvo en ese instante. Sentí cómo la rabia me subía por el pecho y me ahogaba.
—¿Y nosotros qué? ¿No te importamos? —le solté, sin poder contener las lágrimas.
Mi madre se acercó a él, temblando. —Antonio, por favor… Solo te pido un año. Un año para intentarlo. Por los niños. Por nosotros.
Él negó con la cabeza y salió del salón. El portazo resonó como un disparo. Nadie se atrevió a hablar durante varios minutos. Yo solo podía mirar la tarta, preguntándome cómo algo tan dulce podía estar rodeado de tanta amargura.
Esa noche no dormí. Escuché a mi madre llorar en la cocina mientras fregaba los platos que nadie había tocado. Sergio se encerró en su cuarto y puso música para no oír nada. Yo me tumbé en la cama y repasé cada momento de los últimos meses: las discusiones a media voz, las miradas esquivas, las ausencias cada vez más largas de mi padre.
Al día siguiente, mi madre nos reunió en el salón. Tenía los ojos hinchados pero la voz firme.
—Vamos a intentar seguir adelante —dijo—. No sé cómo, pero lo haremos.
Durante semanas, vivimos en una especie de limbo. Mi padre venía a casa solo para recoger ropa o papeles. Yo evitaba mirarle a los ojos; sentía que si lo hacía, todo el dolor saldría disparado como una presa rota.
En el instituto, mis amigas notaron que algo iba mal. Lucía me preguntó un día en el recreo:
—¿Te pasa algo? Estás muy rara últimamente.
Quise contarle todo, pero me dio vergüenza. En mi cabeza sonaba ridículo: «Mi padre nos ha dejado el día de su cumpleaños». Así que solo asentí y cambié de tema.
Las semanas se convirtieron en meses. Mi madre empezó a trabajar más horas en la farmacia del barrio para distraerse y pagar las facturas. Sergio se volvió más callado; apenas salía de su cuarto y sus notas bajaron en picado. Yo intentaba mantenerme ocupada: clases de inglés, voluntariado en la biblioteca municipal… Pero cada vez que volvía a casa y veía el hueco vacío en la mesa del comedor, sentía una punzada en el pecho.
Un día de primavera, encontré a mi madre sentada en el balcón con una carta entre las manos.
—Es de tu padre —me dijo sin mirarme—. Quiere que vayamos a cenar con él este sábado.
No quería ir. No quería verle fingiendo que todo estaba bien mientras yo me moría por dentro. Pero mi madre insistió:
—Por favor, hazlo por mí.
La cena fue incómoda desde el principio. Mi padre había alquilado un piso pequeño en Lavapiés y había preparado una tortilla que sabía a cartón. Habló del trabajo, del fútbol y del tiempo como si nada hubiera pasado. Sergio no dijo ni una palabra en toda la noche.
Cuando llegó el postre —una tarta comprada en el supermercado— mi padre nos miró a los dos:
—Sé que esto es difícil para vosotros… Pero quiero que sepáis que os quiero mucho.
No pude evitarlo. Me levanté de golpe y salí al pasillo. Mi padre vino detrás de mí.
—Marta…
—¿Por qué lo has hecho? —le pregunté entre sollozos— ¿Por qué justo ahora?
Me abrazó torpemente. Olía a colonia barata y soledad.
—A veces uno tiene que elegir entre ser honesto o seguir haciendo daño —susurró—. Lo siento mucho.
No le creí del todo, pero tampoco tenía fuerzas para discutir más.
Ese verano fue el peor de mi vida. Mis amigas se iban a la playa o al pueblo con sus familias; yo me quedaba en Madrid ayudando a mi madre en la farmacia y cuidando de Sergio. Una tarde calurosa de julio, le encontré llorando en su cuarto.
—No quiero que papá se vaya —me dijo—. ¿Por qué no podemos ser como antes?
No supe qué responderle. Me limité a abrazarle y prometerle que todo iría bien, aunque ni yo misma lo creía.
Con el tiempo, las cosas empezaron a cambiar poco a poco. Mi madre conoció a una compañera nueva en la farmacia, Rosa, que le animó a salir más y apuntarse a clases de yoga. Sergio empezó a jugar al baloncesto en el polideportivo del barrio y recuperó parte de su alegría. Yo empecé terapia con una psicóloga del centro de salud; al principio me costaba hablar, pero poco a poco fui soltando todo lo que llevaba dentro.
Un año después del cumpleaños fatídico, mi padre nos invitó otra vez a cenar por su 52 cumpleaños. Esta vez acepté sin protestar. Había aprendido que no podía cambiar lo que había pasado, pero sí podía decidir cómo vivirlo.
Durante la cena, mi padre nos miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Gracias por venir —dijo—. Sé que os he hecho daño… Pero quiero intentar ser mejor padre para vosotros.
Le creí un poco más esa vez.
Al volver a casa esa noche, miré a mi madre y le pregunté:
—¿Crees que algún día podremos perdonarle del todo?
Ella sonrió tristemente y me acarició el pelo.
—El tiempo lo dirá, hija… El tiempo lo dirá.
A veces me pregunto si alguna vez volveremos a ser una familia completa o si solo aprenderemos a vivir con nuestras grietas. ¿Vosotros qué pensáis? ¿Se puede reconstruir algo roto o solo aprendemos a mirar hacia adelante?