El día que la música se apagó: Una madre entre dos generaciones
—¡Por favor, Lucía, ya basta! —gritó mi suegra desde el pasillo, mientras el llanto de mi hija rebotaba en las paredes del piso de Vallecas. Yo la tenía en brazos, sudando, con la camiseta pegada a la espalda y los ojos llenos de lágrimas. Mi hija, Alba, apenas tenía seis meses y llevaba toda la tarde llorando. No sabía si era hambre, sueño o simplemente el mundo que le resultaba demasiado grande.
—Estoy haciendo lo que puedo, Carmen —le respondí, con la voz rota y un temblor que no supe disimular. Carmen entró en la habitación sin llamar, con ese aire de autoridad que nunca he sabido enfrentar. Se acercó a Alba y me la quitó de los brazos con un gesto seco.
—Así no vas a conseguir nada. Los niños huelen el miedo —sentenció, mientras intentaba calmarla con una canción antigua que yo no conocía. Alba siguió llorando, pero más bajo, como si supiera que con su abuela no podía rebelarse igual.
Me quedé de pie, mirando cómo Carmen paseaba a mi hija por la habitación. Sentí una mezcla de alivio y humillación. ¿Por qué yo no podía calmar a mi propia hija? ¿Por qué todo lo que hacía parecía estar mal a ojos de los demás?
Mi marido, Antonio, llegó tarde esa noche. Entró en casa con el ceño fruncido y el móvil pegado a la oreja. Ni siquiera me miró cuando le dije que Alba había estado llorando toda la tarde.
—¿Otra vez? —dijo sin emoción—. ¿No puedes pedirle a mi madre que te ayude más?
No supe qué contestar. Carmen ya lo hacía todo: cocinaba, limpiaba, cuidaba de Alba cuando yo no podía más. Pero cada gesto suyo era un recordatorio de mi propia insuficiencia. En mi cabeza resonaban las palabras de mi madre: «Tienes que aprender a poner límites». Pero ¿cómo se ponen límites en una casa que no es tuya, rodeada de reglas que no entiendes?
Esa noche, mientras Alba dormía por fin, bajé a la cocina a beber agua. Carmen estaba allí, sentada en la penumbra, fumando un cigarrillo junto a la ventana abierta.
—No quiero hacerte sentir mal —dijo de repente—. Pero tienes que ser más fuerte. En mis tiempos no teníamos ni pañales desechables ni tiempo para llorar.
Me senté frente a ella, sintiendo el frío de las baldosas en los pies descalzos.
—No sé si puedo ser como tú —admití en voz baja.
Carmen me miró por primera vez esa noche. Sus ojos estaban cansados, pero había algo de ternura en su mirada.
—Nadie te pide que seas como yo. Pero Alba necesita una madre firme. Si te ve dudar, se asusta.
Quise decirle que yo también tenía miedo. Que cada día sentía que me ahogaba un poco más entre las expectativas ajenas y mis propias inseguridades. Pero no lo hice. Guardé silencio, como tantas veces.
Al día siguiente, Antonio se fue temprano al trabajo y Carmen salió a hacer la compra. Me quedé sola con Alba y el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Me senté en el sofá, con ella en brazos, y empecé a tararear una canción de Mecano que mi madre solía cantarme de pequeña. Alba me miró con esos ojos enormes y por primera vez en días dejó de llorar.
Sentí una punzada de esperanza mezclada con culpa. ¿Y si lo estaba haciendo bien? ¿Y si simplemente necesitaba encontrar mi propia manera?
Por la tarde, Carmen volvió cargada de bolsas y me encontró bailando con Alba en el salón. No dijo nada, pero pude ver una sombra de desaprobación en su rostro.
—¿No crees que la vas a malcriar así? —preguntó al rato, mientras guardaba los yogures en la nevera.
—Prefiero que me recuerde bailando con ella antes que gritándole —respondí sin pensar.
El silencio se hizo espeso entre nosotras. Alba empezó a reírse y por un momento sentí que todo era posible.
Pero esa noche, después de cenar, Antonio explotó. Había tenido un mal día en el trabajo y descargó su frustración sobre mí.
—No entiendo por qué siempre estáis discutiendo tú y mi madre. ¿Tan difícil es llevarse bien? —me reprochó delante de Carmen.
Me quedé muda. Carmen bajó la mirada y yo sentí cómo se me rompía algo por dentro.
—Quizá el problema es que aquí nadie escucha a nadie —dije al fin, con la voz temblorosa.
Antonio salió dando un portazo y Carmen se encerró en su habitación. Me quedé sola en el salón, abrazando a Alba mientras sentía cómo las lágrimas me quemaban las mejillas.
Esa noche apenas dormí. Pensé en mi madre, en cómo siempre había luchado sola tras el divorcio; en cómo yo había prometido no repetir sus errores y ahora me veía atrapada en una red de silencios y reproches.
A la mañana siguiente decidí salir a pasear con Alba al parque del barrio. El aire fresco me despejó la cabeza y vi a otras madres sentadas en los bancos, hablando entre ellas mientras sus hijos jugaban. Me acerqué tímidamente y una mujer llamada Pilar me sonrió.
—¿Primera vez? —me preguntó.
Asentí y sentí cómo se aflojaba el nudo en mi garganta. Hablamos durante horas sobre bebés, suegras y maridos ausentes. Por primera vez desde hacía meses sentí que no estaba sola.
Volví a casa más ligera. Carmen me miró sorprendida cuando le conté dónde había estado.
—No sabía que tenías amigas aquí —dijo sin rastro de ironía.
—Las acabo de conocer —respondí—. Pero creo que las necesito.
Carmen asintió lentamente y por primera vez pareció entenderme.
Esa noche cenamos juntas sin discutir. Antonio llegó tarde pero se sentó con nosotras y habló del trabajo sin levantar la voz. Alba dormía tranquila en su cuna y yo sentí que quizá había esperanza para nosotras tres.
Ahora escribo esto mientras escucho a Alba respirar suavemente junto a mí. Pienso en todas las madres atrapadas entre dos generaciones, intentando encontrar su lugar sin perderse a sí mismas.
¿De verdad es posible ser buena madre cuando todos esperan algo diferente de ti? ¿Alguna vez podré dejar de sentirme extranjera en mi propia vida?