El día que mi hijo se casó sin mí
—¿Has visto el vestido que llevará la madre del novio? —La voz de Maruja, mi vecina del tercero, retumbó en el rellano mientras yo intentaba abrir la puerta de casa con las bolsas del Mercadona colgando de los dedos.
Me quedé helada. ¿La madre del novio? ¿Qué boda? Miré a Maruja, que ya se había acercado con esa sonrisa suya, mezcla de curiosidad y compasión.
—¿No te lo ha contado Álvaro? —susurró, bajando la voz como si compartiera un secreto vergonzoso—. Que se casa este sábado con Lucía, la chica esa tan mona. ¡En el Ayuntamiento! Lo sabe todo el barrio.
Sentí cómo las piernas me flaqueaban. Entré en casa a trompicones, cerré la puerta y me dejé caer en el sofá. Las bolsas rodaron por el suelo y yo, Carmen Jiménez, madre de Álvaro, lloré como una niña. No era la primera vez que sentía que mi hijo se alejaba, pero esto… esto era otra cosa.
Recordé cuando Álvaro era pequeño y venía corriendo a enseñarme sus dibujos. Cuando me decía “mamá, eres la mejor”. ¿En qué momento me convertí en una extraña para él? ¿Por qué Lucía, esa chica tan educada que siempre me sonreía en las cenas de Navidad, había permitido esto?
Las horas pasaron lentas. El reloj del salón marcaba las seis cuando decidí que no podía quedarme quieta. Me limpié la cara, me puse el abrigo y salí rumbo al piso de Lucía. El ascensor olía a lejía y soledad. Al llegar, dudé unos segundos antes de llamar al timbre.
Lucía abrió la puerta. Llevaba una coleta deshecha y un jersey viejo. Al verme, sus ojos se agrandaron.
—Carmen… ¿qué tal?
—¿Puedo pasar? —pregunté con voz temblorosa.
Me hizo un gesto para entrar. El piso olía a café y a nervios. Nos sentamos en la mesa de la cocina, frente a frente.
—¿Por qué no me habéis dicho nada? —solté al fin, sin rodeos—. ¿Por qué me entero por Maruja?
Lucía bajó la mirada. Se mordió el labio inferior antes de hablar.
—No era nuestra intención hacerte daño… Álvaro pensó que sería mejor así. Que después de todo lo que pasó con papá…
Sentí una punzada en el pecho. Mi divorcio con Antonio había sido un escándalo en el barrio. Gritos, abogados, portazos. Álvaro tenía quince años entonces y nunca volvió a ser el mismo conmigo.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Tú también crees que es mejor así?
Lucía negó con la cabeza.
—Yo quería que vinieras. Pero Álvaro… está muy dolido. Dice que no puede olvidar ciertas cosas.
Me levanté bruscamente.
—¿Ciertas cosas? ¿Como haberle criado sola? ¿Como haber trabajado en dos sitios para pagarle la universidad?
Lucía se encogió en su silla.
—No es eso… Es que él siente que le elegiste a él sobre ti misma. Que nunca le preguntaste cómo estaba después del divorcio. Que solo te preocupaba salir adelante.
Las palabras me golpearon como piedras. ¿Eso pensaba mi hijo? ¿Que le abandoné emocionalmente?
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté casi suplicando.
Lucía suspiró.
—Creo que ambos tenéis heridas sin cerrar. Y que si no habláis ahora, os vais a perder para siempre.
Salí del piso tambaleándome. Caminé sin rumbo por las calles del barrio: la panadería donde comprábamos churros los domingos, el parque donde le enseñé a montar en bici… Todo me recordaba a Álvaro.
Esa noche no dormí. A las tres de la mañana escribí un mensaje: “Álvaro, necesito verte antes del sábado”. No contestó hasta el día siguiente:
“Vale. Esta tarde en el Retiro”.
El parque estaba lleno de familias y parejas paseando bajo los castaños. Vi a Álvaro sentado en un banco, mirando el móvil. Me acerqué despacio.
—Hola, mamá —dijo sin mirarme.
Me senté a su lado. El silencio pesaba más que cualquier palabra.
—¿Por qué no me lo has contado tú? —pregunté al fin.
Álvaro suspiró.
—No quería hacerte daño. Pero tampoco quería discutir otra vez sobre el pasado.
—¿Tanto te he fallado?
Me miró por primera vez en años con los ojos llenos de rabia y tristeza.
—No lo entiendes… Cuando papá se fue tú te volviste una roca. No llorabas, no hablabas… Solo trabajabas y trabajabas. Yo necesitaba una madre, no una heroína.
Sentí que todo el dolor acumulado durante años salía a borbotones.
—Lo hice lo mejor que pude —susurré—. Tenía miedo de romperme delante de ti.
Álvaro bajó la cabeza.
—Quizá deberíamos haber hablado antes…
Nos quedamos callados mucho rato. Al final, le cogí la mano.
—No quiero perderte, hijo. Si quieres que no vaya a la boda lo entenderé… pero prométeme que esto no será un adiós definitivo.
Álvaro apretó mi mano con fuerza.
—No quiero perderte tampoco, mamá.
No fui a la boda ese sábado. Pero dos semanas después Lucía y Álvaro vinieron a casa a cenar tortilla y croquetas, como cuando él era pequeño. Hablamos mucho esa noche; lloramos también. No resolvimos todo, pero abrimos una puerta que llevaba años cerrada.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias se rompen por no hablar a tiempo? ¿Cuántas madres e hijos viven atrapados en malentendidos y silencios? ¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez así?