El eco de los objetos perdidos
—¿Dónde están mis peluches, mamá? —pregunté con la voz temblorosa, mientras mis ojos recorrían el cuarto que hasta ayer era mi refugio y hoy parecía una sala de hospital: frío, vacío, ajeno.
Mi madre ni siquiera levantó la vista del celular. —Se los di a la hija de tu tía Hilda. Ya no juegas con ellos, Kasandra. Además, su nieta es tan dulce…
Sentí que algo dentro de mí se rompía. No era solo la ausencia de los peluches, ni de las figuritas de chocolate que coleccionaba desde que tenía memoria. Era la certeza de que mis cosas, mis recuerdos, podían desaparecer de un día para otro sin que nadie me preguntara. Y peor aún: que mi dolor no tenía espacio en esta casa.
Me senté en la cama, abrazando mis rodillas. El sol entraba por la ventana, pero no calentaba. Recordé la primera vez que mi mamá hizo esto: tenía siete años y un día llegué del colegio y mi caja de cartas había desaparecido. «Son solo papeles viejos», dijo entonces. Pero para mí eran los secretos que compartía con mi mejor amiga, Mariana, antes de que se mudara a Ecuador.
—¿Por qué nunca me preguntas antes de regalar mis cosas? —mi voz salió más débil de lo que quería.
Mi mamá suspiró, como si yo fuera una carga. —Porque tienes que aprender a soltar, hija. La vida es así. No te puedes aferrar a todo.
Pero yo no quería aprender a soltar así. No quería que la vida fuera una sucesión de pérdidas inexplicables, de vacíos impuestos por otros. Quería entender, quería explicaciones. Quería que alguien me dijera por qué mis cosas no importaban.
Mi papá estaba en la cocina, preparando café. Lo miré con esperanza, pero solo encogió los hombros cuando le conté lo que había pasado.
—Tu mamá hace lo que cree mejor —dijo—. Además, esos peluches ya estaban viejos.
No entendían nada. No era el peluche ni la figurita; era lo que representaban: las noches en las que dormía abrazada a ellos cuando tenía miedo, los cumpleaños en los que mi abuela me regalaba uno nuevo porque decía que así nunca estaría sola.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al cuarto de mis padres. Los escuché discutir en voz baja:
—No puedes seguir regalando sus cosas sin avisarle —decía mi papá.
—Es por su bien —respondió mi mamá—. Kasandra tiene que aprender a ser fuerte. El mundo no le va a preguntar antes de quitarle algo.
Me tapé la boca para no llorar en voz alta. ¿Por qué el mundo tenía que ser así? ¿Por qué mi propia madre era quien me enseñaba a desconfiar?
Al día siguiente, en la escuela, le conté a mi amiga Lucía lo que había pasado.
—En mi casa es igual —me dijo—. Mi mamá tiró mis cuadernos de dibujo porque decía que ocupaban espacio. A veces siento que no tengo derecho a nada.
Nos miramos en silencio, entendiendo que compartíamos una herida invisible: la de crecer en casas donde nuestros recuerdos no eran sagrados.
Pasaron los días y traté de acostumbrarme al vacío en mi estante. Pero cada vez que veía el espacio donde estaban mis cosas, sentía una rabia sorda mezclada con tristeza. Empecé a esconder lo poco que me quedaba: cartas, fotos, una pulsera rota. Las guardaba en una caja bajo la cama, como si fueran tesoros prohibidos.
Un domingo, durante el almuerzo familiar, mi tía Hilda llegó con su nieta Sofía. La niña traía en brazos a mi oso favorito: Panchito, con su oreja remendada y su bufanda azul.
—¡Mira lo feliz que está Sofía con tu oso! —dijo mi mamá con una sonrisa forzada.
Sentí un nudo en la garganta. Sofía me miró y me sonrió tímidamente.
—¿Era tuyo? —preguntó.
Asentí sin poder hablar. Mi tía notó mi incomodidad y cambió de tema rápidamente. Pero yo ya no podía comer; el arroz se me hacía piedra en la boca.
Esa noche discutí con mi mamá como nunca antes:
—¡No tienes derecho! ¡No puedes decidir por mí lo que es importante!
Ella me miró sorprendida, como si nunca hubiera imaginado que yo pudiera alzar la voz.
—Kasandra, eres muy dramática…
—¡No! ¡Solo quiero entender! ¿Por qué siempre haces esto? ¿Por qué no puedes dejarme elegir?
Mi papá intervino para calmar las aguas, pero yo ya estaba llorando desconsolada.
Esa semana empecé a escribir un diario. Necesitaba poner en palabras todo lo que sentía: la rabia, la tristeza, el miedo a perder más cosas sin explicación. Escribía cada noche antes de dormir, como si así pudiera salvar algo de mí misma del olvido.
Con el tiempo entendí que no era solo un problema mío; muchas amigas vivían lo mismo. En nuestras casas latinoamericanas, donde el espacio es limitado y los adultos deciden qué vale y qué no, nuestros recuerdos suelen ser las primeras víctimas del orden y la lógica adulta.
Un día llevé mi diario a la escuela y lo compartí con Lucía y otras compañeras. Pronto todas empezaron a contar sus propias historias: juguetes regalados sin aviso, cartas quemadas, fotos tiradas a la basura porque «ya ocupaban mucho espacio».
Nos dimos cuenta de que necesitábamos hablarlo más; necesitábamos explicaciones y respeto por nuestras memorias. Organizamos una tarde para compartir nuestros objetos más preciados y contar sus historias. Fue sanador ver cómo cada cosa tenía un significado profundo para cada una.
Cuando llegué a casa esa noche, encontré a mi mamá sentada en mi cama con mi diario en las manos. Me asusté; sentí vergüenza y rabia al mismo tiempo.
—Leí algunas páginas —dijo suavemente—. No sabía que te dolía tanto…
No supe qué decirle. Me senté junto a ella y por primera vez hablamos de verdad: le conté lo que sentía cada vez que desaparecía algo mío sin explicación; ella me contó cómo su propia madre le tiraba sus cosas cuando era niña porque «no había espacio para tonterías».
Lloramos juntas esa noche. No resolvimos todo, pero al menos ahora sabía que podía pedir explicaciones y defender mis recuerdos.
Hoy guardo mis cosas con más cuidado y hablo cuando algo me duele. Aprendí a pedir respeto por mis memorias y también a entender las heridas de quienes vinieron antes que yo.
A veces me pregunto: ¿cuántas historias se pierden cada día en nuestras casas porque nadie pregunta antes de tirar o regalar? ¿Cuántos recuerdos dejamos ir sin darnos cuenta del vacío que dejan?