El Invitado Inesperado: Cuando la Presencia de un Padre Cambia Todo
—¿Otra vez viene tu padre este fin de semana? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan cansada como me sentía.
Lucía no levantó la vista del móvil. —Solo viene a comer, Dario. No es para tanto.
Pero sí lo era. Desde que nos mudamos a Madrid, hace ya seis meses, don Manuel se había convertido en una presencia constante en nuestro pequeño piso de Lavapiés. Al principio pensé que era normal: Lucía y él siempre habían sido muy unidos, sobre todo desde que su madre falleció. Pero lo que empezó como una visita ocasional pronto se transformó en una rutina asfixiante. Cada sábado, a las dos en punto, el timbre sonaba y yo sentía cómo el aire se volvía más denso.
Recuerdo el primer sábado que llegó. Traía una bolsa de la compra llena de embutidos y vino, y un ramo de flores para Lucía. —¡Hija! ¿Cómo estás? —le dijo, abrazándola con fuerza. Yo me quedé en la puerta del salón, incómodo, sin saber si debía ofrecerle algo o simplemente desaparecer.
—Dario, ¿puedes poner la mesa? —me pidió Lucía, sin mirarme.
Desde entonces, cada comida se convertía en un interrogatorio sutil. Don Manuel preguntaba por mi trabajo —soy profesor interino en un instituto—, por nuestros planes de futuro, por cuándo pensábamos tener hijos. Siempre con una sonrisa amable, pero con ese tono que deja claro que cualquier respuesta puede ser insuficiente.
—¿Y tú, Dario? ¿No piensas buscar algo más estable? —me soltó una vez, mientras cortaba el jamón con una destreza casi profesional.
—Estoy esperando la convocatoria de oposiciones —respondí, tragando saliva.
Lucía no dijo nada. Solo miraba a su padre y asentía.
Al principio intenté hablarlo con ella. —Me siento un poco desplazado cuando viene tu padre —le confesé una noche, después de otra comida tensa.
—No seas exagerado —me cortó—. Es mi padre. Solo quiere estar con nosotros.
Pero yo sabía que no era solo eso. Don Manuel llenaba la casa con su presencia: opinaba sobre la decoración, criticaba el barrio (“Demasiado ruido para criar niños”), incluso llegó a sugerir que deberíamos mudarnos a un sitio “más decente”.
Una tarde, mientras preparaba café en la cocina, le oí decirle a Lucía:
—No sé cómo aguantas aquí, hija. Tú te mereces algo mejor.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Era yo ese “algo peor”?
Las discusiones con Lucía se volvieron más frecuentes. Yo intentaba explicarle cómo me sentía, pero ella se cerraba en banda. —Siempre tienes algo en contra de mi padre —me acusaba—. Nunca te ha hecho nada.
Pero sí me hacía: me hacía sentir invisible en mi propia casa.
Una noche, después de otra discusión absurda sobre si debíamos invitar a don Manuel también el domingo (“Solo será un rato para ver el partido”, insistió Lucía), salí a caminar por el barrio. Madrid bullía de vida: parejas cenando en terrazas, niños jugando en la plaza, ancianos charlando en los bancos. Me senté solo en un banco y sentí que el mundo seguía girando mientras yo me quedaba atrás.
Empecé a llegar más tarde del trabajo. Me refugiaba en las clases y en los cafés cercanos al instituto. Cualquier excusa era buena para no estar en casa cuando don Manuel venía. Pero eso solo empeoró las cosas con Lucía.
—Ya ni siquiera te esfuerzas —me reprochó una noche—. Mi padre solo quiere ayudarnos.
—¿Ayudarnos o controlarnos? —le respondí sin pensar.
El silencio que siguió fue más frío que cualquier palabra.
Un domingo por la tarde, después de que don Manuel se marchara tras otra comida interminable, Lucía explotó:
—¿Por qué no puedes aceptar que mi padre es parte de mi vida? ¿Por qué tienes que hacerme elegir?
Me quedé mirándola, sintiendo cómo las palabras se me atragantaban. No quería que eligiera entre él y yo. Solo quería sentirme parte de su vida también.
Esa noche dormimos espalda contra espalda. El silencio era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.
Pasaron las semanas y la situación no mejoró. Empecé a preguntarme si había cometido un error al mudarme a Madrid, al pensar que podríamos empezar de cero. La ciudad que tanto me ilusionaba ahora me parecía hostil y ajena.
Un viernes por la tarde, mientras preparaba la cena solo (Lucía estaba con su padre haciendo la compra), recibí una llamada de mi madre desde Valencia.
—¿Estás bien, hijo? Te noto apagado últimamente.
No supe qué decirle. No quería preocuparla ni admitir que me sentía solo en mi propia casa.
Esa noche, cuando Lucía volvió, intenté hablar con ella una vez más.
—Lucía… No puedo seguir así. Siento que no tengo espacio aquí, que tu padre está siempre entre nosotros.
Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas y rabia al mismo tiempo.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le diga que no venga más? Es mi único familiar…
Me acerqué y le tomé la mano.
—Solo quiero que tú y yo tengamos nuestro propio espacio. Que podamos ser pareja sin sentirnos vigilados o juzgados todo el tiempo.
Ella apartó la mirada y se fue al dormitorio sin decir nada más.
Esa noche dormí en el sofá. El reloj marcaba las tres de la mañana cuando oí a Lucía llorar bajito tras la puerta cerrada del dormitorio.
Al día siguiente, don Manuel llegó como siempre. Pero esa vez no salí del salón para saludarle. Me quedé sentado mirando por la ventana mientras escuchaba sus risas y conversaciones desde la cocina.
No sé cuánto tiempo más podré aguantar esta situación. A veces me pregunto si el amor es suficiente cuando hay tantas cosas (y personas) entre dos.
¿Hasta dónde puede llegar uno por amor antes de perderse a sí mismo? ¿Alguna vez habéis sentido que vuestra casa ya no os pertenece?