El jueves que partió la casa de la abuela: una decisión inesperada

—¿Por qué no llegáis nunca a la hora que decís? —La voz de mi madre retumbó en el pasillo apenas crucé la puerta, con ese tono entre enfadado y resignado que solo usan las madres españolas cuando ya han perdido la paciencia.

Mi hermana Lucía me miró de reojo, apretando los labios. Habíamos venido juntas en el metro, en silencio, cada una perdida en sus pensamientos. Sabíamos lo que nos esperaba: la reunión para decidir qué hacer con la casa de la abuela Carmen. Desde que murió hace seis meses, la casa había estado vacía, como un fantasma en el centro de Madrid, llena de recuerdos y polvo.

Mi padre nos esperaba en el salón, sentado en su butaca favorita, con las manos entrelazadas y la mirada fija en la mesa. Sobre ella, un sobre marrón y una carpeta azul. Mi madre se sentó a su lado, suspirando fuerte. Nadie dijo nada durante unos segundos eternos.

—Bueno —empezó mi padre—, ya estamos todos. Vamos a hablar claro: hay que decidir qué hacemos con la casa de la abuela. No podemos seguir posponiéndolo.

Sentí un nudo en el estómago. Miré a Lucía, buscando apoyo, pero ella evitó mi mirada. Sabía que para ella la casa era solo un inmueble más, una propiedad que podía venderse y repartir el dinero. Para mí, era mucho más: era el lugar donde aprendí a leer sentada en el regazo de la abuela, donde celebrábamos los Reyes Magos y donde mi madre me curaba las rodillas peladas después de jugar en el Retiro.

—Yo creo que lo mejor es venderla —dijo Lucía, rompiendo el silencio—. Está en pleno barrio de Chamberí, nos darán un buen dinero y así cada uno puede hacer su vida.

Mi madre asintió con la cabeza, pero yo sentí cómo se me encogía el corazón.

—¿Y si no quiero venderla? —pregunté, casi sin voz.

Mi padre me miró con cansancio.

—Hija, ¿qué propones entonces? ¿Vas a mudarte tú sola? ¿Vas a mantenerla tú?

No supe qué responder. No tenía dinero para asumir los gastos sola, pero tampoco podía soportar la idea de perder ese refugio de mi infancia.

Lucía bufó.

—Siempre igual, Marta. Siempre tan sentimental. Hay que ser prácticos. Yo necesito ese dinero para la entrada del piso con Pablo. No podemos vivir eternamente anclados al pasado.

—¿Y tú crees que todo se soluciona vendiendo recuerdos? —le espeté, sintiendo cómo me temblaban las manos.

Mi madre intervino entonces, con esa voz suave que usaba cuando quería evitar una pelea:

—Chicas, por favor. Entendemos que es difícil, pero no podemos mantener una casa vacía. Además, tu tía Rosa también tiene derecho a su parte.

La mención de mi tía fue como un jarro de agua fría. Rosa nunca había estado muy presente; vivía en Valencia y apenas venía a Madrid. Pero claro, legalmente era heredera igual que nosotras.

Mi padre abrió la carpeta azul y sacó unos papeles.

—He hablado con el notario. Si vendemos ahora, podríamos sacar unos 600.000 euros. A repartir entre los cuatro.

Lucía sonrió por primera vez en toda la tarde.

—Eso nos viene genial a todos.

Yo sentí rabia y tristeza mezcladas. Miré alrededor: las fotos de la abuela seguían en las estanterías, su bufanda colgaba del perchero como si fuera a volver en cualquier momento.

—¿Y si alquilamos la casa? —propuse—. Así no la perdemos del todo y podemos tener un ingreso extra.

Mi madre negó con la cabeza.

—Eso solo retrasaría lo inevitable. Además, habría que reformarla y nadie tiene tiempo ni ganas para eso.

La discusión subió de tono. Lucía y yo nos lanzábamos reproches antiguos: que si ella siempre pensaba en sí misma, que si yo vivía anclada al pasado… Mi padre intentaba mediar sin éxito y mi madre acabó llorando en silencio.

De pronto, sonó el teléfono fijo —ese aparato casi olvidado— y todos nos sobresaltamos. Era mi tía Rosa. Mi madre puso el altavoz.

—Hola familia —dijo Rosa desde Valencia—. Solo quería deciros que yo no quiero nada de la casa. Mi vida está aquí y prefiero que decidáis vosotras. Pero os pido una cosa: no os peleéis por esto. Carmen no lo habría soportado.

El silencio volvió a caer sobre nosotros tras colgar. Nadie se atrevía a hablar primero. Finalmente, mi padre rompió el hielo:

—Vamos a votar. ¿Quién quiere vender?

Lucía levantó la mano sin dudarlo. Mi madre también. Yo mantuve el puño cerrado sobre mis rodillas.

—Marta… —susurró mi madre—. No podemos seguir así.

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. Levanté la mano despacio, derrotada.

La decisión estaba tomada: venderíamos la casa de la abuela Carmen.

Esa noche apenas dormí. Me pasé horas mirando fotos antiguas, oliendo una blusa vieja de mi abuela que aún guardaba en mi armario. Me pregunté si algún día podría perdonarles —y perdonarme— por haber cedido tan fácilmente.

Ahora escribo esto sentada en un banco del Retiro, viendo cómo cae la tarde sobre Madrid y preguntándome: ¿cuánto vale realmente un hogar? ¿Es posible vender los recuerdos sin perderse uno mismo por el camino?