El padre que comía gachas para que su hijo pudiera cenar solomillo: Historia de un sacrificio silencioso

—¿Otra vez gachas, papá? —me preguntó Álvaro, con ese tono entre resignado y burlón que sólo los adolescentes saben usar. Yo sonreí, fingiendo que no me dolía, y le respondí:

—Hoy tienes solomillo en la nevera. Cómelo antes de que se enfríe.

Él ni siquiera me miró. Se sirvió el plato, puso los auriculares y se encerró en su mundo. Yo, mientras tanto, removía la cuchara en mi cuenco de gachas de avena, sintiendo cómo el aroma del solomillo se colaba por toda la casa y me recordaba lo lejos que estaba de mis propios sueños.

Nací en un barrio obrero de Valladolid, hijo de un albañil y una costurera. Mi infancia fue una sucesión de privaciones: zapatos heredados, libros prestados, meriendas de pan con chocolate sólo los domingos. Cuando conocí a Lucía, mi mujer, juré que nuestros hijos no pasarían por lo mismo. Trabajé de todo: repartidor, camarero, mozo de almacén. Cuando nació Álvaro, sentí que el mundo se abría ante mí como una promesa.

Pero la vida no es una novela rosa. Lucía enfermó cuando Álvaro tenía ocho años. El cáncer la fue apagando poco a poco, y yo me convertí en padre y madre a la vez. Las facturas se acumulaban, el tiempo se me escapaba entre turnos dobles y noches sin dormir. Aun así, nunca faltó comida en la mesa para Álvaro. Si había que elegir entre un filete para él o para mí, la decisión era fácil: yo me conformaba con gachas o sopa de fideos.

Recuerdo una Navidad especialmente dura. Álvaro tenía doce años y quería una bicicleta. Yo apenas podía pagar el alquiler. Trabajé como portero en una discoteca durante las fiestas para conseguir el dinero. Cuando vi su cara al abrir el regalo, sentí que todo valía la pena. Pero esa felicidad era efímera; pronto volvía la rutina, el cansancio y las discusiones por los deberes o por su ropa de marca.

Álvaro creció rápido, demasiado rápido para mi gusto. Se fue distanciando poco a poco. Yo le preguntaba por sus cosas y él respondía con monosílabos. Empezó a salir con amigos que no me gustaban y a traer malas notas. Una tarde discutimos fuerte:

—¡Tú no entiendes nada! —me gritó—. ¡No quiero ser como tú!

Me quedé helado. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que todo lo que hacía era para él? ¿Que cada renuncia era un acto de amor?

Los años pasaron y Álvaro entró en la universidad en Madrid. Me sentí orgulloso y vacío a la vez. Vendí el coche para pagarle el alquiler del piso compartido y seguí trabajando en el supermercado del barrio. Las llamadas se hicieron menos frecuentes; las visitas, aún más escasas.

Un día recibí una llamada inesperada:

—Papá, ¿puedes enviarme algo de dinero? Tengo que pagar unas matrículas.

No dudé ni un segundo. Saqué los ahorros que tenía guardados para arreglar la caldera y se los mandé. Pasaron semanas sin noticias suyas.

La soledad empezó a pesarme como nunca antes. Mis amigos del barrio se habían ido marchando o estaban demasiado ocupados con sus propios nietos. Yo sólo tenía mis rutinas: el trabajo, las compras en el mercado de la plaza Mayor, las tardes viendo partidos del Valladolid en la radio.

Un domingo cualquiera, Álvaro apareció por sorpresa en casa. Venía con una chica rubia de acento catalán y ropa cara.

—Papá, te presento a Marta.

Me esforcé por ser amable, pero sentí que era un invitado en mi propia casa. Hablaban de viajes, de restaurantes modernos en Malasaña, de festivales de música electrónica. Yo no entendía nada.

Durante la cena, Marta preguntó:

—¿Y tú qué hobbies tienes?

Me quedé callado unos segundos antes de responder:

—Trabajar y cuidar de mi hijo.

Álvaro rodó los ojos y cambió de tema rápidamente.

Cuando se marcharon esa noche, me quedé mirando la puerta cerrada durante mucho tiempo. Sentí un vacío enorme, como si todo lo que había construido se desmoronara ante mis ojos.

Con el paso del tiempo, Álvaro consiguió un buen trabajo en una consultora internacional. Vino a verme cada vez menos; las llamadas se limitaron a cumpleaños y Navidad. Yo seguía enviándole mensajes preguntando si necesitaba algo, si estaba bien… A veces ni siquiera respondía.

Hace unas semanas cumplí setenta años. Preparé una pequeña merienda con rosquillas caseras y café con leche esperando que viniera. No apareció. Me llamó al día siguiente:

—Perdona papá, tuve una reunión importante… Ya sabes cómo es esto.

Colgué el teléfono sintiendo una mezcla de rabia y tristeza difícil de explicar.

Ahora paso las tardes sentado junto a la ventana viendo cómo los niños juegan en la plaza. Me pregunto si hice bien en sacrificarlo todo por Álvaro. Si renunciar a mis sueños fue realmente un acto de amor o simplemente una forma de esconder mi propio miedo al fracaso.

A veces pienso en Lucía y en lo que ella habría dicho al vernos así: dos extraños unidos sólo por la sangre y los recuerdos de tiempos mejores.

¿De verdad merece la pena darlo todo por alguien si al final sólo queda el silencio? ¿Dónde está el límite entre el amor y el olvido?