El parto inesperado: Mi lucha por la vida y la familia

—¡No puede ser! ¡No puede ser ahora! —grité, apretando la mano de mi marido, Luis, mientras sentía cómo una ola de dolor me atravesaba el vientre. Era una madrugada fría de enero en Madrid, y yo, Clara, estaba a punto de dar a luz a nuestra primera hija, Lucía. Todo debía estar bajo control: teníamos la maleta preparada, el coche aparcado cerca, y mi madre, Carmen, esperando nuestra llamada. Pero nada salió como esperábamos.

—Clara, tranquila, respira —me decía Luis, con la voz temblorosa y los ojos llenos de miedo. Yo sabía que él intentaba ser fuerte por mí, pero podía ver cómo sus manos sudaban y cómo evitaba mirarme directamente a los ojos.

El ascensor del edificio estaba averiado desde hacía días. Bajamos los cinco pisos a pie, yo apoyada en Luis y él casi cargándome. Cada escalón era una batalla. Al llegar al portal, sentí un líquido caliente entre las piernas. —¡Luis, creo que ha roto aguas!—

La calle estaba desierta. Llovía. Luis intentó llamar a un taxi, pero no contestaban. Mi madre bajó corriendo las escaleras cuando oyó mis gritos desde la calle.

—¡Dios mío, Clara! ¿Por qué no llamaste antes? —me reprochó mientras me abrazaba. Sentí su miedo mezclado con rabia y preocupación. Siempre había sido dura conmigo, exigiéndome perfección en todo. Ahora, en ese momento crítico, su voz era un látigo que me hacía sentir aún más vulnerable.

Finalmente, un vecino, don Manuel, salió al oír el alboroto y nos llevó en su coche al hospital Gregorio Marañón. El trayecto fue eterno. Cada bache era una puñalada. Luis intentaba calmarme, pero yo solo podía pensar en Lucía: ¿estaría bien? ¿Aguantaría?

Al llegar a urgencias, todo fue un torbellino de batas blancas y luces frías. Me separaron de Luis y de mi madre. —Señora, tiene que esperar aquí —le dijeron a mi madre con firmeza. Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas antes de desaparecer tras la puerta.

En la sala de partos, los médicos hablaban entre ellos en voz baja. Yo solo oía palabras sueltas: “sufrimiento fetal”, “cesárea urgente”, “hemorragia”. Sentí que me desmayaba del miedo. Una enfermera joven, Marta, me cogió la mano:

—Clara, te vamos a cuidar. Pero tienes que ser fuerte ahora.

Me pusieron una mascarilla y todo se volvió borroso. Recuerdo el pitido de las máquinas y el frío del quirófano. Pensé en mi abuela Rosario, que siempre decía que las mujeres somos fuertes porque damos vida incluso cuando sentimos que morimos por dentro.

Cuando desperté, estaba sola en una habitación blanca. No sentía las piernas. Miré a mi alrededor buscando a Luis o a mi madre. Nadie. Solo el sonido lejano de un bebé llorando.

Entró un médico con cara seria:

—Clara, la operación fue complicada. Hubo una hemorragia importante y hemos tenido que hacerte una transfusión. Tu hija está en neonatos; ha nacido con sufrimiento fetal pero está estable.

No pude evitar llorar. Lágrimas silenciosas caían por mis mejillas mientras pensaba en todo lo que podía haber salido mal. ¿Y si Lucía no sobrevivía? ¿Y si yo no podía volver a caminar?

Luis entró poco después, con los ojos rojos y el rostro desencajado.

—Clara… —se le quebró la voz— He tenido tanto miedo… Pensé que os perdía a las dos.

Nos abrazamos como nunca antes lo habíamos hecho. En ese momento sentí todo el peso del amor y del terror acumulados durante esas horas eternas.

Pasaron los días entre visitas médicas, lágrimas y silencios incómodos con mi madre. Ella apenas hablaba; solo me miraba desde la puerta con una mezcla de reproche y preocupación.

Una tarde, mientras intentaba ponerme de pie por primera vez tras la operación, mi madre se acercó:

—Clara… Yo solo quería que todo saliera bien. No quería perderte como perdí a tu padre.

Por primera vez entendí su miedo disfrazado de dureza. Nos abrazamos y lloramos juntas por todo lo que nunca habíamos dicho.

Lucía mejoró poco a poco. Cuando por fin pude tenerla en brazos sentí que todo el dolor había merecido la pena. Pero algo dentro de mí había cambiado para siempre: ya no era la misma Clara ingenua e insegura; ahora era madre, superviviente y mujer capaz de enfrentarse a cualquier tormenta.

A veces me pregunto si podría haber hecho algo diferente para evitar tanto sufrimiento. ¿De verdad estamos preparados para afrontar lo inesperado? ¿O simplemente aprendemos a sobrevivir cuando la vida nos pone al límite?