El precio de la herencia: Entre ladrillos y heridas
—¿De verdad vas a dejarme sola con esto? —La voz de Carmen retumbó en el pequeño salón, donde el eco se mezclaba con el olor a humedad y yeso viejo. Yo sostenía una caja de herramientas, los nudillos blancos de apretar tanto el asa. Miré a mi esposa, Lucía, esperando que dijera algo, que me defendiera, pero solo bajó la mirada y se encogió de hombros.
Tenía 37 años y sentía que nunca había dejado de ser el invitado incómodo en la familia de Lucía. Llevábamos siete años casados, una hija preciosa de tres años, y aún así, cada domingo en casa de los suegros era un recordatorio de que yo era el segundo plato. Carmen siempre había tenido debilidad por su hijo mayor, Álvaro: el primero en todo, el que heredó el piso familiar en pleno centro de Madrid, el que nunca tenía tiempo para ayudar pero siempre recibía lo mejor.
Cuando Carmen anunció que le daba su piso a Álvaro y se mudaba al viejo chalet de la sierra, todos fingimos alegría. Pero yo vi la sombra en los ojos de Lucía. Ella era la pequeña, la que siempre tenía que conformarse con las sobras. Y ahora, su madre le pedía ayuda para reformar una casa que ni siquiera era suya.
—Mamá, ¿no puedes llamar a un albañil? —preguntó Lucía una tarde, mientras Carmen nos mostraba los planos arrugados del chalet.
—¿Y gastar dinero en eso? —replicó Carmen—. Para eso tengo yerno. Además, así pasamos tiempo juntos.
Me tragué la respuesta amarga. No era tiempo juntos lo que quería Carmen; era mano de obra barata. Pero Lucía me miró suplicante y asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Las semanas siguientes fueron un desfile de viajes al Leroy Merlin, discusiones sobre azulejos y tardes enteras quitando escombros mientras Carmen supervisaba cada movimiento desde una silla plegable. Álvaro no apareció ni una vez. «Está muy liado con el trabajo», decía Carmen, como si yo no tuviera también una jornada completa y una hija pequeña.
Una tarde, mientras instalaba una ventana nueva bajo la lluvia, escuché a Carmen hablando por teléfono en la cocina:
—Sí, Álvaro, todo va bien. Tu hermana y su marido están ayudando mucho… Ya sabes cómo es ella, siempre dispuesta. —Se rió—. No te preocupes por nada, cariño. Ya te llamaré cuando esté todo listo.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué seguíamos esforzándonos tanto por alguien que nunca nos pondría en primer lugar?
Esa noche discutí con Lucía. Le dije que estaba harto, que no era justo que siempre fuéramos los que daban sin recibir nada a cambio.
—¿Y qué quieres que haga? —me gritó—. ¡Es mi madre! No puedo dejarla sola.
—Pero ella nunca haría esto por ti —respondí—. Ni siquiera te preguntó si querías el piso. Se lo dio a Álvaro sin pensarlo.
Lucía rompió a llorar. Me sentí un monstruo por hacerle daño, pero también sentí rabia por la injusticia.
Los días pasaron y la tensión creció. Carmen empezó a criticar mi trabajo:
—Eso no está recto… ¿Seguro que sabes lo que haces? Álvaro habría contratado a alguien profesional.
Apreté los dientes y seguí trabajando. Pero cada clavo que clavaba era como un recordatorio de mi lugar en esa familia: útil pero prescindible.
Un sábado por la tarde, mientras pintaba el salón, Álvaro apareció por sorpresa con su novia. Traían pasteles y vino caro.
—¡Qué bien te está quedando esto! —dijo Álvaro, dándome una palmada en la espalda—. Menos mal que mamá tiene un yerno manitas.
Carmen se deshizo en halagos hacia él, ignorando todo mi esfuerzo. Lucía me miró con lágrimas en los ojos.
Esa noche, después de cenar solos en casa, Lucía me abrazó fuerte.
—Lo siento —susurró—. Sé que no es justo para ti… Ni para mí.
—¿Por qué seguimos haciéndolo? —pregunté—. ¿Por qué seguimos buscando la aprobación de alguien que nunca nos la dará?
No supo responderme.
La reforma terminó meses después. Carmen organizó una comida para celebrarlo. Álvaro llegó tarde pero fue el centro de atención. Yo me senté al final de la mesa, mirando a mi hija jugar en el jardín.
Pensé en todo lo que había dado por esa familia: tiempo, esfuerzo, paciencia… Y me pregunté si alguna vez sería suficiente.
Ahora, cada vez que paso por delante del chalet reformado, siento una mezcla de orgullo y tristeza. Orgullo por lo que logré con mis manos; tristeza porque sé que nunca será realmente mío ni de Lucía.
¿Hasta dónde debemos llegar por la familia? ¿Cuándo es momento de poner límites y pensar en nosotros mismos? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?