El precio de la independencia: cuando los hijos eligen otro camino

—¿Otra vez habéis pedido sushi a domicilio? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan dura como mi corazón sentía en ese momento. Sergio ni siquiera levantó la vista del móvil. Lucía, con su sonrisa dulce pero cansada, me contestó:

—Mamá, es viernes. Nos gusta darnos un capricho después de la semana.

El olor a soja y arroz inundaba el pequeño salón del piso de alquiler donde vivían. Yo había venido a dejarles unas sábanas nuevas —de esas que guardo para ocasiones especiales— y, de paso, ver si necesitaban algo. Pero lo que necesitaban no era lo que yo podía darles.

Desde que Sergio se fue de casa, hace tres años, he sentido una mezcla de orgullo y temor. Orgullo porque ha construido su vida con Lucía, porque trabaja en una empresa tecnológica y parece feliz. Temor porque cada vez que hablamos de futuro, de ahorrar para una casa, de pensar en el mañana, me encuentro con evasivas o excusas.

—¿Habéis pensado en mirar pisos en las afueras? —insistí esa tarde, mientras recogía los restos de la cena.

Sergio suspiró. —Mamá, no es tan fácil. Los precios están por las nubes y… bueno, tampoco queremos irnos tan lejos del centro. Además, ahora mismo preferimos disfrutar un poco.

Lucía asintió. —Ya bastante estrés tenemos con el trabajo como para privarnos de todo.

Me mordí la lengua. No quería ser esa madre pesada que sermonea a sus hijos adultos. Pero dentro de mí hervía la frustración. ¿De qué había servido enseñarle a Sergio a comparar precios en el supermercado, a ahorrar el aguinaldo de Navidad, a pensar antes de gastar? ¿Por qué ahora parecía que todo eso no importaba?

Esa noche volví a casa y me senté junto a mi marido, Antonio. Él es más calmado que yo, pero también le preocupa el futuro de nuestro hijo.

—No sé qué más hacer —le confesé—. No ahorran nada. Se quejan de que no pueden comprar una casa, pero luego se gastan el sueldo en cenas, viajes y tonterías.

Antonio me miró con esa paciencia suya que a veces me irrita.—Son jóvenes, Carmen. Quizá tienen otra manera de ver la vida. Nosotros también cometimos errores.

—Pero nosotros ahorramos —repliqué—. Nos privamos de muchas cosas para tener este piso y darles una vida digna.

Antonio suspiró.—Quizá deberíamos dejarles equivocarse. Aprenderán cuando les falte algo.

No podía aceptar esa resignación. Al día siguiente llamé a Sergio y le propuse quedar para tomar un café. Quería hablarle desde el corazón, sin reproches.

Nos sentamos en una cafetería del barrio. Él pidió un café con leche y un cruasán relleno de chocolate. Yo solo un café solo.

—Sergio —empecé—, ¿te acuerdas cuando íbamos al mercado los sábados y te enseñaba a comparar precios?

Él sonrió.—Claro que sí, mamá.

—¿Y te acuerdas cuando ahorrabas las monedas en la hucha para comprarte aquel balón?

Asintió.—Sí…

—Entonces dime —le miré a los ojos—, ¿por qué ahora parece que todo eso da igual? ¿Por qué no ahorráis para vuestro futuro?

Sergio bajó la mirada.—Mamá… no es tan fácil como antes. Todo está carísimo. Y además… no quiero vivir solo para trabajar y ahorrar. Quiero disfrutar ahora que puedo.

Sentí un nudo en la garganta.—¿Y si luego os arrepentís? ¿Y si llega un momento en que queréis algo más y no podéis tenerlo?

Él se encogió de hombros.—Ya veremos…

Me marché con el corazón encogido. No era solo cuestión de dinero; era como si habláramos idiomas distintos. Yo veía peligro donde él veía libertad; yo veía irresponsabilidad donde él veía disfrute.

Las semanas pasaron y la tensión creció. Un día Lucía me llamó llorando. Habían tenido una discusión fuerte porque Sergio quería irse de viaje con sus amigos y ella prefería ahorrar ese dinero para una entrada de piso.

—No sé qué hacer, Carmen —me dijo entre sollozos—. Siento que nunca vamos a poder tener nada propio.

La consolé como pude, pero sentí que la grieta entre generaciones se hacía más grande cada día.

En Navidad organizamos una cena familiar. Mi hermana Pilar vino con sus hijos; todos hablaban de hipotecas imposibles y alquileres abusivos. Sergio apenas participó en la conversación hasta que mi cuñado Ramón soltó:

—La juventud de ahora quiere todo fácil, pero no están dispuestos a sacrificarse como nosotros.

Sergio se levantó bruscamente.—¡No tenéis ni idea! ¡No sabéis lo difícil que es ahora! No es solo cuestión de ahorrar o no ahorrar… ¡Es que no llegamos!

El silencio fue incómodo. Yo sentí vergüenza y pena al mismo tiempo.

Después de la cena intenté hablar con él en privado.—Sergio, hijo…

Él me abrazó.—Lo siento, mamá. Es que estoy harto de sentirme juzgado todo el tiempo.

Le acaricié el pelo como cuando era pequeño.—Solo quiero lo mejor para ti…

Pasaron los meses y la situación no cambió mucho. A veces pienso en vender nuestro piso para ayudarles con la entrada de uno propio, pero Antonio se niega rotundamente.

—Si les damos todo hecho —dice— nunca aprenderán el valor del esfuerzo.

Y yo me debato entre el deseo de protegerles y el miedo a sobreprotegerles.

Hoy he vuelto a verlos. Han comprado una televisión nueva enorme y Sergio presume del último móvil. Lucía sonríe menos que antes.

Al volver a casa me siento frente al espejo y me pregunto: ¿Dónde está el límite entre ayudar y consentir? ¿Hemos fallado como padres o simplemente el mundo ha cambiado demasiado deprisa para nosotros?

¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como padres cuando los hijos ya son adultos?