El precio de la justicia: Una hija frente al favoritismo familiar

—¿Pero cómo que solo llevas a Pablo, mamá? —La voz me temblaba, aunque intentaba sonar firme. Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, ni siquiera levantó la vista del móvil.

—Magdalena, no empieces. Ya sabes que Lucía es muy pequeña para esos viajes. Además, Pablo se porta mejor —respondió, como si fuera lo más normal del mundo.

Me quedé de pie, con las manos apretadas en los bolsillos del vaquero. Lucía, mi hija de siete años, escuchaba desde el pasillo, con los ojos grandes y húmedos. Yo sentía cómo la rabia me subía por la garganta, mezclada con una tristeza antigua, esa que solo las hijas que nunca han sido las favoritas conocen bien.

Mi hermano Álvaro apareció entonces, con su sonrisa fácil y su aire de quien nunca ha tenido que pelear por nada. —Mamá, ¿quieres que te ayude a hacer la maleta? Pablo está deseando ir a Sanlúcar —dijo, ignorando por completo mi presencia.

—¿Y yo qué? —preguntó Lucía, apenas un susurro.

Mi madre suspiró, como si le pesara el mundo. —Cariño, otro año será. Ahora Pablo necesita este viaje más que tú.

No era la primera vez. Desde que éramos pequeños, Álvaro siempre fue el niño dorado. Yo era la responsable, la que sacaba buenas notas y no daba problemas. Pero nunca bastaba. Cuando nació Pablo, mi madre se desvivió por él. Lucía, en cambio, siempre era «demasiado revoltosa» o «demasiado pequeña».

Esa noche no pude dormir. Escuchaba a Lucía llorar bajito en su habitación y me sentía impotente. ¿Por qué tenía que aceptar que mi hija fuera menos para su abuela? ¿Por qué yo misma seguía buscando una aprobación que nunca llegaría?

A la mañana siguiente, mi madre me llamó al trabajo. —Magdalena, necesito que me ingreses 200 euros para el viaje. Ya sabes que todo está muy caro y Pablo quiere hacer una excursión en barco.

Me quedé en silencio unos segundos. —¿Perdona? ¿Quieres que pague parte del viaje en el que Lucía no va?

—No seas egoísta, hija. Es familia. Además, tú sabes que yo no ando sobrada y Pablo es tu sobrino.

Colgué sin decir nada más. Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Cómo podía pedirme eso? ¿Cómo podía ser tan ciega ante el daño que hacía?

Esa tarde fui a buscar a Lucía al colegio. Caminamos en silencio hasta el parque. Ella se sentó en un columpio y me miró con esos ojos enormes.

—Mamá, ¿por qué la abuela no me quiere como a Pablo?

No supe qué decirle. Me senté a su lado y le acaricié el pelo. —No es que no te quiera, cielo. A veces los adultos hacen cosas que no entendemos. Pero tú eres maravillosa y yo te quiero más que nada en el mundo.

Esa noche decidí que no iba a callarme más. Llamé a mi madre y le dije lo que llevaba años guardando.

—Mamá, esto se acabó. No voy a darte ni un euro para ese viaje. Y tampoco voy a permitir que sigas haciendo sentir a Lucía menos importante que Pablo. Si quieres tener relación con nosotras, tendrás que tratarnos con respeto.

Mi madre se quedó callada unos segundos. Luego explotó:

—¡Siempre has sido una desagradecida! ¡No sabes lo que es sacrificarse por los hijos! ¡Si tu padre levantara la cabeza…!

—Mi padre siempre me defendió cuando tú no lo hacías —le respondí con voz baja pero firme—. Y si estuviera aquí, sé que estaría de mi parte.

Colgué temblando. Sabía que aquello tendría consecuencias. Mi madre dejó de hablarnos durante semanas. Álvaro me mandó mensajes acusándome de romper la familia, de ser egoísta y rencorosa.

Pero algo había cambiado en mí. Por primera vez sentí que estaba defendiendo lo justo, aunque doliera.

Pasaron los días y Lucía empezó a sonreír más. Hicimos nuestro propio viaje: fuimos a Cádiz en tren, paseamos por la playa y comimos helado hasta hartarnos. No era Sanlúcar ni había excursión en barco, pero era nuestro momento.

Un domingo cualquiera, mi madre apareció en casa sin avisar. Traía una bolsa de magdalenas y una expresión cansada.

—¿Puedo pasar? —preguntó desde la puerta.

Lucía corrió a abrazarla, porque los niños perdonan más fácil que los adultos.

Mi madre me miró y bajó la voz:

—Quizá tienes razón en algunas cosas… No es fácil cambiar después de tantos años. Pero quiero intentarlo.

No lloré delante de ella, pero esa noche sí lo hice. No porque todo estuviera arreglado —sabía que quedaba mucho camino— sino porque por fin sentí que mi voz valía algo.

Ahora miro a Lucía dormir y me pregunto: ¿Cuántas veces aceptamos injusticias solo por miedo al conflicto? ¿Cuántas Magdalenas hay en España callando para no romper una familia ya rota?