El sabor amargo de la esponja

—Mamá, ¿puedo contarte algo? —La voz de Alba temblaba, y sus manos jugaban nerviosas con el dobladillo de su camiseta del colegio. Era jueves por la tarde y la luz del otoño entraba tímida por la ventana del salón. Yo estaba preparando la merienda, pero al verla tan seria, dejé el cuchillo sobre la encimera y me arrodillé a su altura.

—Claro, cariño. ¿Qué ha pasado?

Alba tragó saliva. Sus ojos, grandes y oscuros como los de su abuela Carmen, se llenaron de lágrimas.

—Papá me hizo limpiar la boca con la esponja del fregadero… porque le contesté mal.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Por un instante, no supe qué decir. La imagen de mi hija, con apenas ocho años, restregándose la boca con esa esponja mugrienta, me revolvió el estómago.

—¿Cómo? ¿Te obligó a…?

Ella asintió, bajando la mirada. —Me dijo que así aprendería a no decir palabrotas.

Me levanté de golpe. El corazón me latía tan fuerte que apenas podía oír mis propios pensamientos. Desde que Sergio y yo nos separamos, hace dos años, las cosas no han sido fáciles. Él siempre fue estricto, pero jamás imaginé que llegaría a esto.

Esa noche apenas dormí. Me debatía entre el miedo y la rabia. ¿Y si exageraba? ¿Y si era una travesura más? Pero Alba nunca mentía sobre cosas así. Al día siguiente, llamé a Sergio.

—¿Qué demonios has hecho con Alba? —le espeté nada más descolgar.

—¿De qué hablas ahora? —respondió él, con ese tono cansado y distante que tanto odiaba.

—¡La obligaste a limpiarse la boca con una esponja sucia! ¿Te parece normal?

Hubo un silencio incómodo al otro lado.

—Lucía, estaba fuera de sí. Me contestó fatal y… No sé, fue un impulso. No volverá a pasar.

—Eso no es un castigo, Sergio. Es humillante y peligroso. ¿Y si se pone enferma?

—No dramatices. Antes nos daban bofetadas y aquí estamos todos —replicó él, como si eso lo justificara todo.

Colgué sin despedirme. Me temblaban las manos. Pensé en llamar a mi madre, pero sabía lo que diría: “No montes un escándalo por una tontería”. En cambio, llamé a mi amiga Marta.

—¿Tú qué harías? —le pregunté entre sollozos.

—Lucía, eso es maltrato. Tienes que hacer algo. No puedes dejarlo pasar —me dijo con firmeza.

Pero denunciar al padre de mi hija… ¿Y si los servicios sociales intervenían? ¿Y si Alba tenía que ir a declarar? ¿Y si Sergio se vengaba y pedía la custodia?

Los días siguientes fueron un infierno. Alba estaba más callada de lo habitual. No quería irse con su padre el fin de semana siguiente.

—¿No puedes decirle que estoy mala? —me suplicó.

La llevé al pediatra para asegurarme de que no tenía ninguna infección. Por suerte, estaba bien físicamente, pero emocionalmente…

Una tarde, mientras recogíamos hojas secas en el parque del Retiro, Alba me miró muy seria:

—¿Por qué papá me castiga así? ¿Es porque soy mala?

Se me rompió el alma. La abracé fuerte.

—No eres mala, cielo. A veces los mayores se equivocan mucho.

Esa noche escribí una carta a Sergio. Le pedí que fuéramos juntos a mediación familiar. Le expliqué que Alba tenía miedo y que necesitábamos ayuda para educarla sin dañarla.

Su respuesta fue un mensaje frío: “No pienso ir a ningún sitio. Si tienes un problema conmigo, ve a los juzgados”.

Me sentí sola y perdida. Recordé cómo era Sergio cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca: divertido, apasionado… ¿En qué momento se volvió tan duro?

Empecé a buscar información en foros de madres separadas. Muchas contaban historias parecidas: castigos desproporcionados, miedo a denunciar por las consecuencias legales y sociales…

Una noche, después de acostar a Alba, me senté frente al ordenador y escribí una denuncia anónima en el portal del Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid. No sabía si serviría de algo, pero necesitaba hacer algo más que llorar.

A los pocos días recibí una llamada de una trabajadora social. Me citó para hablar sobre la situación de Alba. Fui con miedo y vergüenza, temiendo haber cruzado una línea sin retorno.

La trabajadora social fue comprensiva y profesional. Me explicó que no estaba sola y que lo importante era proteger a Alba. Me animó a hablar con el colegio para que estuvieran atentos a cualquier cambio en su comportamiento.

Cuando le conté todo esto a mi madre, ella negó con la cabeza:

—En mis tiempos nadie iba al psicólogo por una esponja sucia…

Pero yo ya no podía mirar hacia otro lado.

El proceso fue largo y doloroso. Sergio me llamó histérico cuando recibió la notificación oficial. Me insultó por teléfono y amenazó con quitarme la custodia.

Alba empezó terapia infantil en el centro municipal. Poco a poco fue recuperando la sonrisa y aprendió a poner nombre a sus emociones: miedo, tristeza, rabia… Yo también empecé terapia para madres separadas.

Hoy han pasado seis meses desde aquel día. La relación con Sergio es tensa y fría; solo hablamos lo imprescindible sobre Alba. El juzgado ha dictado medidas cautelares: Sergio solo puede ver a nuestra hija bajo supervisión durante unos meses.

A veces me siento culpable por haber roto aún más nuestra familia. Otras veces me siento valiente por haber protegido a mi hija cuando más lo necesitaba.

Miro a Alba mientras duerme y me pregunto: ¿Cuántos niños en España pasan por situaciones parecidas? ¿Cuántas madres callan por miedo o vergüenza? ¿Hice bien en denunciar o debería haber intentado solucionarlo en privado?

¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?