El sillón vacío: Cuando la familia deja de ser hogar
—¿Mamá, puedes apartarte un momento?— La voz de Carmen me sacudió como un jarro de agua fría. Estaba sentada en el borde del sofá, con mi taza de café temblando entre las manos, cuando ella entró con la aspiradora. Me levanté deprisa, tropezando con la mesita baja. Nadie me miró. Luis, mi hijo, ni siquiera levantó la vista del móvil.
Hace un año vendí mi piso en Chamberí. Tenía 67 años y las escaleras se me hacían eternas; los vecinos ya no eran los de antes y las noches se alargaban como túneles sin luz. Cuando Luis y Carmen me propusieron mudarme con ellos a su chalet adosado en Las Rozas, sentí alivio. “Tendrás tu espacio, mamá. Aquí nunca estarás sola”, prometió Luis mientras me abrazaba. Carmen sonreía, aunque sus ojos parecían calcular algo que yo no entendía.
El primer mes fue una fiesta. Me dejaron una habitación luminosa con vistas al jardín y hasta colgaron mis cortinas favoritas. Ayudaba a Carmen a preparar la cena y recogía a los niños del colegio. Por las noches, veíamos juntos la tele y yo sentía que volvía a pertenecer a una familia.
Pero pronto todo cambió. Carmen empezó a dejarme notas en la nevera: “No olvides sacar el lavavajillas”, “Por favor, no uses el horno por la mañana”. Luis llegaba tarde y apenas hablaba conmigo. Los nietos, Pablo y Lucía, se encerraban en sus habitaciones con los cascos puestos.
Una tarde de domingo, mientras intentaba leer en el salón, Carmen entró con su madre. “Mamá, siéntate aquí”, le dijo señalando MI sillón favorito. Yo me quedé de pie, fingiendo buscar algo en la estantería. Nadie me ofreció asiento. Me dolió más de lo que imaginaba.
Esa noche, en la cena, intenté bromear:
—Parece que ya no hay sitio para mí en el salón…
Carmen ni se inmutó.
—Es que hoy hemos tenido visita, Pilar. Ya sabes cómo es esto.
Luis masticaba en silencio.
Poco a poco fui desapareciendo de los espacios comunes. Si ponía música, alguien cerraba la puerta. Si cocinaba tortilla de patatas, Carmen suspiraba: “Otra vez fritos…”. Si hablaba con los niños, ellos respondían con monosílabos.
Un día escuché a Carmen hablando por teléfono:
—No sé cuánto más vamos a poder aguantar así… Es que está siempre aquí, no tenemos intimidad…
Sentí un nudo en el estómago. ¿Era yo una carga? ¿Había vendido mi independencia para convertirme en un estorbo?
Intenté hablarlo con Luis.
—Hijo, ¿te molesta que esté aquí? Si queréis que busque otra solución…
Él me interrumpió:
—Mamá, no digas tonterías. Pero entiende que Carmen necesita su espacio también.
Desde entonces evito el salón cuando ellos están allí. Ceno sola en la cocina y me encierro temprano en mi cuarto. A veces escucho risas al otro lado de la puerta y me pregunto si alguna vez volveré a formar parte de algo.
Hace dos semanas fue mi cumpleaños. Nadie lo recordó hasta después de cenar. Me dieron una caja de bombones y un “felicidades” apresurado. Me encerré en el baño y lloré como una niña.
Hoy he salido a pasear por el barrio. He visto a otras mujeres de mi edad charlando en un banco del parque. He sentido una punzada de envidia: ellas aún tienen amigas, aún tienen un lugar donde sentarse.
Por la noche, mientras escribo esto sentada en el borde de mi cama —mi único refugio— me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser familia para convertirnos en simples convivientes? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por no estar sola?
¿Alguien más ha sentido alguna vez que su hogar ya no le pertenece? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?