El testamento que rompió mi familia: una herencia en Madrid
—¿Así que el piso es solo para ti? —La voz de Álvaro retumbó en el salón vacío, rebotando en las paredes desnudas del piso de nuestra madre. Sus ojos, normalmente cálidos, eran ahora dos puñales. Yo sostenía el sobre del notario entre las manos, temblando, incapaz de articular palabra.
No sé si fue el silencio o el eco de su pregunta lo que más me dolió. Mi hermano y yo siempre habíamos sido inseparables. De pequeños, compartíamos secretos bajo la mesa del comedor mientras mamá preparaba croquetas y papá leía El País en voz alta. Pero ahora, tras la muerte de mamá y con papá ya ausente desde hacía años, solo quedábamos nosotros dos… y un piso en Chamberí que parecía pesar más que cualquier recuerdo.
El notario había sido claro: “La señora Carmen García deja en herencia su vivienda a su hija Lucía García, por expresa voluntad”. Ni una mención a Álvaro. Ni una explicación. Solo esa frase seca, legal, que me quemaba los dedos.
—¿Esto es lo que valgo para mamá? —susurró Álvaro, con la voz rota. Me miró como si yo fuera una extraña. —¿Tú sabías algo?
Negué con la cabeza, pero él ya no me creía. Sentí cómo se levantaba una muralla entre nosotros. Recordé las tardes en el Retiro, los veranos en Benidorm, las risas compartidas cuando éramos niños y creíamos que nada podría separarnos. Qué ingenuos fuimos.
—No quiero verte más —dijo finalmente, antes de salir dando un portazo tan fuerte que hizo temblar los cristales.
Me quedé sola en el salón, rodeada de cajas y recuerdos. El olor a colonia de mamá aún flotaba en el aire. Me senté en el suelo y lloré hasta quedarme sin fuerzas.
Los días siguientes fueron un infierno. Los primos llamaban para preguntar por el piso, los vecinos cuchicheaban en el portal y yo no podía dormir pensando en Álvaro. Intenté llamarle, le mandé mensajes, incluso fui a buscarle a su casa en Lavapiés, pero no abrió la puerta. Mi tía Mercedes me acusó de haber manipulado a mamá.
—Siempre fuiste la favorita —me dijo con desprecio—. Pero esto… esto no tiene perdón.
Intenté explicarme, pero nadie quería escucharme. En el barrio empezaron los rumores: que si Lucía había convencido a Carmen cuando ya estaba enferma, que si había falsificado papeles… Incluso mi mejor amiga, Marta, me miraba con recelo.
—¿De verdad no sabías nada? —me preguntó una tarde en la terraza del Café Comercial.
—Te lo juro por lo más sagrado —le respondí, pero sentí que ya no me creía del todo.
Mientras tanto, el piso se convirtió en una cárcel. Cada habitación era un recuerdo doloroso: la cocina donde mamá me enseñó a hacer tortilla de patatas, el balcón donde papá regaba las plantas… Ahora todo era silencio y reproche.
Una tarde encontré una carta escondida entre los libros de mamá. Era para mí:
“Querida Lucía,
Sé que esto te va a doler, pero quiero que sepas que lo hago porque confío en ti. Álvaro siempre ha sido más débil, más influenciable… Temo que si le dejo el piso a él, acabará vendiéndolo y perdiéndolo todo. Tú eres fuerte. Sé que harás lo correcto. Cuida de tu hermano, aunque él no lo entienda ahora.”
Leí la carta mil veces. ¿Hacer lo correcto? ¿Qué significaba eso? ¿Renunciar al piso? ¿Compartirlo con Álvaro? ¿Cómo podía cuidar de alguien que me odiaba?
Pasaron semanas sin noticias de él. El abogado me presionaba para firmar los papeles y registrar la propiedad a mi nombre. Yo no podía hacerlo. Cada vez que veía mi reflejo en el espejo del baño sentía vergüenza.
Una noche, mientras cenaba sola frente al televisor, sonó el timbre. Era Álvaro. Tenía ojeras profundas y la barba descuidada.
—¿Puedo pasar? —preguntó con voz cansada.
Asentí y le serví un café. Nos sentamos frente a frente, como dos desconocidos.
—He estado pensando —dijo tras un largo silencio—. Mamá siempre quiso que estuviéramos juntos… Pero esto… esto nos ha destrozado.
—No quiero el piso si eso significa perderte —le dije con lágrimas en los ojos.
Él bajó la mirada.
—No sé si puedo perdonarte —susurró—. Pero tampoco quiero seguir así.
Nos quedamos callados mucho rato. Al final, le tendí la carta de mamá. La leyó despacio y vi cómo se le humedecían los ojos.
—Siempre fui el débil… —murmuró—. Pero tú tampoco tienes la culpa de nada.
Esa noche hablamos hasta el amanecer. No resolvimos nada concreto: ni vendimos el piso ni firmamos ningún acuerdo. Pero por primera vez desde la muerte de mamá sentí que había esperanza.
Hoy sigo viviendo en ese piso de Chamberí. Álvaro viene a veces a cenar y poco a poco vamos reconstruyendo nuestra relación. La herida sigue ahí, pero ya no sangra tanto.
A veces me pregunto: ¿merece la pena una casa si te cuesta una familia? ¿Cuántas familias españolas han pasado por algo parecido? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?