El último brindis: Un divorcio tras 35 años de matrimonio
—¿Por qué no has venido antes, Antonio? —le pregunté nada más escuchar la llave girar en la puerta. Eran casi las dos de la madrugada del uno de enero y el silencio de la casa pesaba como una losa. El perro de Lucía, mi nieta, dormía a mis pies, ajeno a la tensión que flotaba en el aire.
Antonio dejó el abrigo sobre la silla sin mirarme. Olía a frío y a flores marchitas, ese olor que traen los cementerios en invierno. —Me he quedado un rato más con mamá —dijo, como si eso explicara todo. Pero yo sabía que no era solo eso. Hacía meses que nuestras conversaciones eran apenas susurros, que nuestras miradas se cruzaban solo para esquivar reproches.
Me senté en el sofá, con la copa de cava intacta en la mano. Había preparado una cena sencilla, como cada Nochevieja: sopa de pescado, cordero al horno y turrón blando. Pero cené sola. Antonio se fue al cementerio antes de las campanadas y yo me quedé contando los minutos, preguntándome cuándo habíamos dejado de ser un equipo.
—¿Vas a decirme qué te pasa? —insistí, con la voz temblorosa.
Antonio suspiró y se sentó frente a mí. Sus ojos estaban rojos, pero no supe si era por el frío o por las lágrimas. —No lo sé, Carmen. Siento que ya no estamos juntos en esto. Que cada uno vive su vida y solo coincidimos en esta casa por costumbre.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca, cuando bailábamos hasta el amanecer en las fiestas del barrio, cuando nacieron nuestros hijos y todo parecía posible. ¿En qué momento se nos escapó la vida?
—¿Y Lucía? ¿Y los niños? —pregunté, buscando una razón para no rendirme.
—Ya son mayores —respondió él—. Tienen su vida. Nosotros… nosotros nos hemos perdido por el camino.
No dormí esa noche. Escuché el tic-tac del reloj y repasé cada discusión, cada silencio incómodo, cada vez que preferimos callar antes que herirnos. Pensé en las veces que Antonio llegaba tarde del trabajo y yo fingía no preocuparme; en las vacaciones canceladas por falta de ganas; en los domingos en los que comíamos juntos pero cada uno miraba su móvil.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café, Antonio apareció en la cocina con una maleta pequeña.
—Me voy unos días a casa de mi hermana —dijo sin mirarme—. Necesito pensar.
No supe qué contestar. Solo asentí y le vi marcharse, como si fuera un extraño cruzando el umbral de nuestra casa.
Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas de mis hijos —Marina desde Barcelona, Sergio desde Madrid— preguntando si estaba bien. Fingí entereza, pero por dentro me sentía vacía. El perro de Lucía me seguía a todas partes, como si supiera que necesitaba compañía.
Una tarde, Marina vino a verme. Se sentó conmigo en el salón y me tomó la mano.
—Mamá, ¿qué ha pasado? Siempre pensé que tú y papá erais inseparables.
No supe cómo explicarle que el amor no siempre es suficiente; que a veces dos personas se desgastan tanto que solo queda el recuerdo de lo que fueron.
—La vida nos ha cambiado —le dije—. Y no nos hemos dado cuenta hasta ahora.
Marina lloró conmigo. Me habló de sus propios miedos, de cómo temía repetir nuestros errores con su pareja. Me sentí culpable y aliviada al mismo tiempo: culpable por romper la imagen de familia perfecta; aliviada porque ya no tenía que fingir fortaleza.
Las semanas pasaron entre papeles del abogado y conversaciones incómodas con vecinos y amigos. Algunos me miraban con lástima; otros con curiosidad morbosa. En el supermercado, una vecina me susurró: —Carmen, ¿cómo lo llevas? Si necesitas algo…
Odiaba esa compasión disfrazada de interés. Yo solo quería entender dónde nos habíamos perdido Antonio y yo.
Una tarde lluviosa de febrero, Antonio volvió para recoger sus cosas. Nos sentamos en la mesa del comedor, rodeados de cajas y recuerdos: fotos de viajes a Galicia, dibujos de los niños, cartas antiguas.
—¿Te acuerdas cuando fuimos a Santiago? —preguntó él, señalando una foto borrosa.
—Sí —respondí—. Llovía tanto como hoy.
Nos reímos por primera vez en meses. Por un instante, volvimos a ser los mismos que se enamoraron hace 35 años. Pero el momento pasó rápido.
—Lo siento, Carmen —dijo él—. No sé hacerlo mejor.
Le abracé por última vez antes de verle marchar definitivamente.
Ahora, con 62 años, me miro al espejo y apenas reconozco a la mujer que fui. He aprendido a vivir sola: paseo por el Retiro, voy al cine con amigas del centro cultural y cuido del perro de Lucía cuando ella me lo pide. Pero hay noches en las que el silencio pesa demasiado y me pregunto si todo esto podría haberse evitado.
¿En qué momento dejamos de hablarnos? ¿Cuándo dejamos de luchar por nosotros? ¿Cuántos matrimonios más viven atrapados en el silencio hasta que ya es demasiado tarde?