En la sombra de mi suegra: Entre las paredes de un piso en Vallecas

—¿Otra vez has dejado los platos sin fregar, Lucía? —La voz de Carmen retumba en la cocina, cortando el aire como un cuchillo afilado. Me giro, esbozando una sonrisa forzada, mientras intento no dejar caer la taza que tengo entre las manos.

—Estaba a punto de hacerlo, Carmen —respondo, pero sé que da igual lo que diga. Ella ya ha decidido que soy una inútil.

Mi marido, Álvaro, está en el salón, fingiendo leer el periódico. Sé que escucha cada palabra, pero no se atreve a intervenir. Así es cada mañana en nuestro piso de Vallecas: tres personas compartiendo ochenta metros cuadrados y demasiados silencios cargados de reproches.

Cuando me casé con Álvaro, nunca imaginé que acabaría viviendo bajo el mismo techo que su madre. Pero después de que su padre muriera y Carmen enfermara del corazón, no hubo discusión posible. «Es lo que hay que hacer», me dijo Álvaro. «No podemos dejarla sola». Y yo, queriendo ser la buena esposa, acepté sin rechistar.

Al principio pensé que podríamos convivir. Carmen parecía frágil, agradecida. Pero pronto su fragilidad se transformó en control. «En esta casa siempre se ha hecho así», repetía cada vez que intentaba cambiar algo: el sitio de los vasos, la marca del detergente, incluso la forma de tender la ropa. Todo tenía que ser a su manera.

Una tarde, mientras preparaba la cena, Carmen entró en la cocina y se quedó mirando lo que hacía.

—Eso no es tortilla de patatas —dijo con desdén—. Mi hijo nunca ha comido eso.

Me mordí la lengua para no contestar. Álvaro entró justo entonces y, como siempre, intentó suavizar el ambiente.

—Mamá, déjala, seguro que está buenísima —dijo, pero ni siquiera me miró a los ojos.

A veces siento que no existo para él más allá de mis funciones: cocinar, limpiar, cuidar de su madre. Por las noches, cuando por fin tengo un momento para mí en el baño, me miro al espejo y apenas reconozco a la mujer cansada que me devuelve la mirada.

Las discusiones se han vuelto rutina. Un día por la compra mal hecha; otro porque he abierto las ventanas y «entra corriente»; otro porque he puesto música mientras limpiaba. Carmen siempre encuentra algo que criticar. Y Álvaro… Álvaro calla.

Una noche, después de una cena especialmente tensa —Carmen criticando mi ensalada y Álvaro mirando su plato como si fuera invisible— exploté.

—¿Por qué nunca dices nada? ¿Por qué siempre tengo que ser yo la mala? —le solté a Álvaro cuando nos quedamos solos en el dormitorio.

Él suspiró, cansado.

—Es mi madre, Lucía. No puedo dejarla sola. Ya sabes cómo es.

—¿Y yo? ¿Quién me cuida a mí?

No hubo respuesta. Solo silencio.

Empecé a salir más a menudo. Bajaba al parque con un libro o me sentaba en una cafetería a ver pasar la vida. Allí podía respirar, sentirme persona otra vez. A veces pensaba en cómo sería mi vida si tuviera el valor de marcharme. Pero luego recordaba las palabras de mi madre: «El matrimonio es para siempre».

Un domingo por la tarde, mientras Carmen dormía la siesta y Álvaro veía el fútbol, recibí un mensaje de mi hermana Marta: «¿Cuándo vienes a casa? Papá pregunta por ti». Sentí una punzada de nostalgia por mi antigua vida: los domingos en familia, las risas en la cocina, el olor a cocido.

Esa noche soñé con mi infancia en Salamanca, con mi abuela enseñándome a hacer rosquillas y diciéndome: «Nunca dejes que nadie te quite tu sitio». Me desperté llorando en silencio para no despertar a Álvaro.

Los días pasaban y yo sentía cómo me iba apagando poco a poco. Hasta que una tarde todo cambió. Carmen tuvo un ataque al corazón mientras estaba sola conmigo en casa. Llamé al 112 temblando y le hice un masaje cardíaco como pude hasta que llegaron los sanitarios.

En el hospital, Álvaro me abrazó por primera vez en meses.

—Gracias —me susurró—. No sé qué habría hecho sin ti.

Carmen se recuperó despacio. Durante semanas estuvo más callada, más vulnerable. Yo seguía cuidándola, pero algo dentro de mí había cambiado. Empecé a poner límites: «Hoy salgo con Marta», «Esta semana hago yo la compra». Al principio Carmen protestó, pero ya no me importaba tanto su opinión.

Una tarde, mientras tomábamos café en la cocina, Carmen me miró fijamente.

—No eres como yo esperaba —dijo—. Pero has estado aquí cuando más te necesitaba.

No supe qué contestar. Solo asentí y bebí un sorbo de café para disimular las lágrimas.

Ahora las cosas no son perfectas. Seguimos discutiendo por tonterías y Álvaro sigue siendo el hombre silencioso entre dos mujeres fuertes. Pero yo he aprendido a defender mi espacio y a no perderme entre las paredes de este piso pequeño.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven así, callando para mantener la paz? ¿Cuándo aprenderemos a decir basta y a elegirnos a nosotras mismas?