Entre Dos Fuegos: El Precio de Amar a Quien No Aprueban
—“Me voy”, dijo mi mujer con una calma que heló la habitación. “Ella no nos deja vivir en paz.”
Evelyn se levantó de la mesa, las mejillas encendidas, los ojos brillando de rabia y tristeza. El sonido de su silla arrastrándose sobre el suelo de mármol fue como un disparo en el salón. Mi madre, Alina, ni siquiera la miró marcharse; en cambio, se giró hacia mí con esa expresión suya que siempre había confundido autoridad con amor.
—¿Dónde has encontrado a esa chica tan desagradable? —preguntó, con la voz impregnada de veneno.
—No es desagradable, mamá —respondí, sintiendo cómo la vergüenza y la rabia me subían por el cuello—. Es mi esposa.
—Pues tu esposa no sabe comportarse. Aquí, en esta casa, las cosas se hacen de otra manera.
No era la primera vez que discutíamos por Evelyn. Desde el principio, mi madre había dejado claro que no la aceptaba. “No es de aquí”, decía. “No tiene nuestra educación”, insistía. Pero lo que realmente no soportaba era que Evelyn no se dejaba pisotear. No era como las nueras de sus amigas del club social, esas que callaban y asentían mientras los mayores dictaban sentencia sobre todo.
Aquel día, sin embargo, fue distinto. Evelyn no volvió. Cuando subí al dormitorio, su maleta ya no estaba. Sobre la cama, una nota breve: “No puedo más. Te quiero, pero no puedo vivir así.”
Me senté en el borde de la cama y lloré como un niño. Tenía treinta y dos años y sentía que mi vida se desmoronaba por culpa de una guerra absurda entre las dos mujeres más importantes para mí.
Durante días, mi madre fingió que nada había pasado. Preparaba la comida como siempre —cocido madrileño los miércoles, tortilla los viernes— y me preguntaba si quería más pan o si había dormido bien. Pero yo apenas podía mirarla a la cara.
Una tarde, mientras fregaba los platos, me atreví a romper el silencio:
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué no puedes aceptarla?
Alina dejó el estropajo y me miró con una mezcla de cansancio y desprecio:
—Porque no es para ti, David. Porque te va a arrastrar a una vida que no te corresponde. ¿Tú sabes lo que dirán en el barrio? ¿En la familia? ¿En la empresa?
—¿Y qué importa lo que digan? —grité—. ¡Es mi vida!
—¡No! —replicó ella, golpeando la encimera—. ¡Es nuestra vida! Aquí nadie vive solo. Todo lo que haces nos afecta a todos.
Esa noche salí a buscar a Evelyn. Caminé por las calles de Salamanca bajo la lluvia, llamando a su móvil una y otra vez sin respuesta. Fui al piso donde vivía antes de casarnos; nadie abrió. Llamé a su amiga Lucía, pero tampoco sabía nada.
Los días pasaron y mi madre empezó a organizar cenas familiares para “animarme”. Venían mis tíos, mis primos, todos con esa sonrisa forzada y los comentarios envenenados: “Bueno, David, ya encontrarás a alguien más adecuada”, “Estas cosas pasan”, “Tu madre solo quiere lo mejor para ti”.
Pero yo solo quería a Evelyn.
Una noche, después de una cena especialmente insoportable, salí al balcón a fumar un cigarro. Mi padre se acercó en silencio y se quedó a mi lado unos minutos antes de hablar:
—Tu madre es así porque te quiere —dijo finalmente—. Pero a veces el amor puede ser egoísta.
—¿Y tú? ¿Qué piensas tú?
Mi padre suspiró:
—Yo solo quiero verte feliz, hijo. Pero no sé cómo ayudarte.
Me sentí más solo que nunca.
Pasaron semanas hasta que recibí un mensaje de Evelyn: “Estoy bien. No me busques. Necesito tiempo.”
El vacío en casa era insoportable. Mi madre seguía con sus rutinas, pero yo apenas comía ni dormía. Empecé a faltar al trabajo; mi jefe, don Ramón, me llamó un día al despacho:
—David, sé que estás pasando un mal momento… pero tienes que decidir qué quieres hacer con tu vida.
No supe qué contestar.
Una tarde de domingo, mientras paseaba por el Retiro intentando ordenar mis pensamientos, vi a Evelyn sentada en un banco con Lucía. Dudé en acercarme, pero al final me armé de valor.
—Evelyn…
Ella levantó la vista y durante unos segundos ninguno de los dos dijo nada. Finalmente habló:
—No puedo volver mientras tu madre siga ahí. No puedo vivir bajo su sombra.
—¿Y si nos vamos? ¿Y si dejamos todo atrás?
Evelyn negó con la cabeza:
—No quiero ser la razón por la que pierdas a tu familia.
Me senté a su lado y le cogí la mano:
—Ya te he perdido a ti. No quiero perderte para siempre.
Lucía se levantó discretamente y nos dejó solos.
Hablamos durante horas: del dolor, del miedo, de las expectativas imposibles que nos imponían los demás. Evelyn lloró; yo también. Al final nos abrazamos como si fuera la última vez.
Volví a casa esa noche decidido a hablar con mi madre por última vez.
—Mamá —dije al entrar en la cocina—. O aceptas a Evelyn o me voy yo también.
Alina me miró como si acabara de traicionarla:
—¿Me vas a dejar sola después de todo lo que he hecho por ti?
—No me obligues a elegir —suplicé—. Por favor.
Pero ella solo se cruzó de brazos y apartó la mirada.
Esa noche hice mi maleta y me fui al piso de un amigo. Llamé a Evelyn y le pedí que me diera otra oportunidad; esta vez juntos, sin condiciones.
Han pasado meses desde entonces. Mi madre sigue sin hablarme; mi padre me llama de vez en cuando para preguntar cómo estoy. Echo de menos muchas cosas: las comidas familiares, las risas en Navidad… pero no echo de menos el miedo ni la vergüenza.
A veces me pregunto si hice bien o mal; si algún día podré perdonar a mi madre por su intransigencia… o si podré perdonarme yo por haber tardado tanto en elegir mi propia felicidad.
¿Hasta qué punto debemos sacrificar nuestra vida por las expectativas familiares? ¿Vosotros habríais hecho lo mismo?