Entre el amor y el desencuentro: Cómo intenté salvar a mi hija y perdí el rumbo

—Papá, ¿puedes venir? No sé qué hacer… —La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono. Eran casi las once de la noche y yo ya estaba en pijama, sentado frente al televisor con Carmen. Me levanté de golpe, sin mirar a mi mujer, y salí al balcón para escuchar mejor.

—¿Qué pasa, hija? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta. Desde hacía meses, Lucía y Sergio, su marido, arrastraban problemas económicos. Él había perdido el trabajo en la fábrica de Leganés y ella apenas sacaba para el alquiler con su contrato de media jornada en la tienda de ropa.

—Nos han cortado la luz. No tengo dinero ni para comprar leche para los niños —sollozó. Sentí un nudo en el estómago. Carmen apareció detrás de mí, con la cara pálida.

—¿Otra vez? —susurró ella, más para sí misma que para mí.

No lo dudé. Cogí las llaves del coche y salí disparado hacia su piso en Vallecas. Por el camino, recordé cuando Lucía era pequeña y venía corriendo a mis brazos cada vez que tenía miedo. Ahora era madre de dos niños y seguía necesitando que la protegiera. ¿Dónde habíamos fallado?

Al llegar, la encontré sentada en la penumbra, abrazando a mis nietos. Sergio estaba en la cocina, con la mirada perdida. Le di a Lucía un sobre con doscientos euros. No me miró a los ojos.

—Gracias, papá —murmuró.

Durante semanas, Carmen y yo les ayudamos con lo que pudimos: pagamos recibos, llenamos la nevera, cuidamos de los niños cuando ellos iban a entrevistas de trabajo. Pero cada vez que íbamos a su casa, sentía una tensión creciente. Sergio apenas nos hablaba. Lucía evitaba cualquier conversación incómoda.

Una tarde, mientras jugaba con mis nietos en el parque, Sergio se me acercó.

—Don Manuel —me dijo, sin mirarme directamente—, agradecemos lo que hacen por nosotros… pero no queremos más limosnas.

Me quedé helado.

—No es limosna, Sergio. Sois familia —respondí, intentando sonar firme.

Él apretó los labios.

—A veces parece que no confía en que podamos salir adelante solos.

Me mordí la lengua. ¿Era eso lo que pensaban? ¿Que mi ayuda era una forma de control?

Esa noche discutí con Carmen.

—Nos estamos metiendo demasiado —me dijo ella—. Lucía ya no es una niña. Si seguimos así, solo conseguiremos que nos odien.

Pero yo no podía mirar hacia otro lado mientras mi hija sufría. ¿Qué clase de padre sería entonces?

Las cosas empeoraron cuando Lucía consiguió un trabajo extra limpiando casas y Sergio empezó a hacer chapuzas por el barrio. Dejaron de llamarnos. Cuando íbamos a ver a los niños, siempre tenían prisa o estaban cansados. Una tarde llegué sin avisar y escuché a Lucía llorar en la cocina.

—No puedo más con la presión de mis padres —decía—. Siento que les debo todo y no puedo devolverles nada.

Me fui sin decir nada. Esa noche no dormí. Recordé las veces que mi propio padre me había ayudado cuando yo era joven y orgulloso. ¿Le hice sentir así alguna vez?

Semanas después, Lucía vino a casa sola. Tenía ojeras profundas y las manos temblorosas.

—Papá, mamá… —nos miró con los ojos llenos de lágrimas—. Os quiero mucho, pero necesito espacio para equivocarme y aprender por mí misma. Gracias por todo… pero ahora tenemos que intentarlo solos.

Carmen la abrazó. Yo me quedé quieto, sintiendo cómo se me rompía algo por dentro.

Los meses pasaron lentos. A veces veía a Lucía en el mercado o me cruzaba con Sergio en el portal. Nos saludábamos con una sonrisa tensa. Los niños venían menos por casa; decían que tenían deberes o actividades extraescolares.

Un día recibí una carta de Lucía. Decía: “Gracias por estar siempre ahí, papá. Ahora entiendo lo difícil que es dejar ir a los hijos. Pero necesitaba caer para aprender a levantarme”.

Lloré como un niño pequeño.

Hoy sigo esperando su llamada cada domingo. A veces me pregunto si hice bien o si debí insistir más en ayudarles. ¿Es posible querer demasiado? ¿Dónde está el límite entre proteger y dejar volar?

¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llegaríais por vuestros hijos antes de dejarles caminar solos?