Entre el amor y el límite: Cuando mi hija quiso volver a casa

—Mamá, no tenemos a dónde ir. Por favor, solo será hasta que encontremos algo —la voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, como si cada palabra le costara una lágrima.

Yo estaba sentada en la cocina, con la taza de café entre las manos, mirando la lluvia golpear los cristales. La llamada de mi hija me había dejado helada. Sabía que las cosas con Sergio no iban bien, pero nunca imaginé que llegarían a este punto.

—Lucía, ya sabes que esta siempre será tu casa —le respondí, intentando sonar firme—. Tú y la niña podéis venir cuando queráis. Pero Sergio…

El silencio al otro lado fue como un cuchillo. Oí cómo Lucía contenía la respiración.

—¿No quieres que venga? —preguntó, casi en un susurro.

—No puedo, hija. No después de todo lo que ha pasado —mi voz se quebró. Recordé las discusiones, los gritos que Lucía intentaba disimular cuando venía a visitarme. Recordé el día en que vi el moratón en su brazo y ella me mintió diciendo que se había caído en la escalera.

La lluvia seguía cayendo, pero ahora era como si golpeara dentro de mi pecho.

—Mamá, es el padre de Alba…

—Y tú eres mi hija —le interrumpí—. No puedo permitir que ese hombre entre en mi casa. No después de cómo te ha tratado.

Lucía no contestó. Solo escuché un sollozo ahogado antes de que colgara.

Me quedé sentada, inmóvil, durante minutos eternos. Sabía que había hecho lo correcto, pero el dolor era insoportable. ¿Cómo se puede elegir entre proteger a una hija y romperle el corazón?

Esa noche apenas dormí. Cada vez que cerraba los ojos veía la cara de Lucía cuando era niña, corriendo por el pasillo con las coletas deshechas y la risa fácil. ¿En qué momento se había torcido todo? ¿Cuándo dejó de confiar en mí para contarme sus problemas?

Al día siguiente, Lucía apareció en la puerta con Alba de la mano y dos maletas pequeñas. Tenía los ojos hinchados y evitaba mirarme a los ojos.

—¿Dónde está Sergio? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Se ha quedado en casa de un amigo —dijo ella, bajando la mirada.

Alba corrió hacia mí y me abrazó fuerte. Sentí cómo se me rompía algo por dentro.

Durante los primeros días, la casa se llenó de una extraña mezcla de alivio y tensión. Alba jugaba en el salón mientras Lucía y yo intentábamos retomar una rutina que hacía años habíamos perdido. Pero cada vez que sonaba el móvil de Lucía y veía su cara cambiar al leer un mensaje, sentía una punzada de rabia y miedo.

Una tarde, mientras preparábamos la cena, Lucía rompió el silencio:

—Mamá, Sergio quiere venir a ver a Alba. Dice que solo será un rato.

Me giré bruscamente, dejando caer una cuchara al suelo.

—Aquí no —dije tajante—. Si quiere verla, que sea en el parque o donde tú quieras, pero aquí no entra.

Lucía apretó los labios y asintió en silencio. Pero esa noche la oí llorar en su habitación. Me acerqué a la puerta y estuve a punto de entrar, pero no lo hice. Me senté en el pasillo, abrazando mis rodillas como cuando era niña y tenía miedo a la oscuridad.

Los días pasaban y la tensión crecía. Mi hermana Pilar vino a visitarnos y me miró con reproche cuando le conté mi decisión.

—Carmen, es su marido… ¿No crees que deberías intentar ayudarles a arreglar las cosas? —me dijo en voz baja mientras tomábamos café en la terraza.

—¿Ayudarles? ¿A qué? ¿A que vuelva a hacerle daño? —le respondí casi gritando—. No pienso permitirlo.

Pilar suspiró y me puso una mano en el hombro.

—Solo digo que quizá Lucía necesita sentir que puede decidir por sí misma…

Esa noche le di vueltas a las palabras de mi hermana. ¿Estaba siendo demasiado dura? ¿Estaba quitándole a Lucía la oportunidad de tomar sus propias decisiones?

Un sábado por la mañana, mientras Alba jugaba en el parque con otros niños, Sergio apareció de repente. Lo vi desde lejos: alto, moreno, con esa sonrisa falsa que siempre me había puesto nerviosa. Se acercó a Lucía y le habló en voz baja. Ella bajó la cabeza y asintió varias veces. Cuando Alba corrió hacia él para abrazarle, sentí una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que tuve que apartarme para no gritarle delante de todos.

Esa noche, Lucía me enfrentó por primera vez:

—Mamá, necesito que entiendas que Sergio es parte de mi vida. No puedo seguir así mucho tiempo más…

La miré a los ojos y vi el dolor, la confusión, el miedo. Pero también vi algo nuevo: determinación.

—Lucía —le dije despacio—, yo solo quiero protegerte. Pero si decides volver con él… no puedo impedirlo. Solo te pido que pienses en Alba.

Ella asintió y me abrazó fuerte. Lloramos juntas durante un buen rato.

Pasaron semanas antes de que Lucía tomara una decisión. Finalmente, una tarde me dijo:

—He encontrado un piso pequeño cerca del colegio de Alba. Nos iremos allí los tres…

Sentí cómo se me encogía el corazón, pero intenté sonreír.

—Solo prométeme que si alguna vez necesitas volver… aquí estaré —le susurré.

Ahora la casa está más vacía que nunca. Echo de menos las risas de Alba y las charlas con Lucía mientras cocinábamos juntas. Pero también siento paz: he puesto un límite para protegerlas, aunque eso haya significado perderlas un poco más.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si debería haber sido más flexible… ¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a los suyos sin perderlos por completo? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?