Entre el amor y el orgullo: Cuando mi hija pidió volver a casa

—Mamá, por favor, no tenemos a dónde ir —me suplicó Eva, con la voz quebrada y los ojos hinchados de tanto llorar. Ariana, mi nieta de seis años, se aferraba a su pierna, ajena al drama de los adultos, pero sintiendo en el ambiente esa tensión que los niños siempre perciben aunque nadie les explique nada.

Era una tarde de noviembre en Madrid, de esas en las que la lluvia parece no querer parar nunca. El timbre sonó y, al abrir la puerta, me encontré con mi hija, su marido Christian y la pequeña Ariana, todos empapados y con las maletas a cuestas. Mi corazón se encogió al verlas así, pero cuando mis ojos se cruzaron con los de Christian, sentí cómo la rabia y el resentimiento volvían a hervir dentro de mí.

—¿Podemos pasar? —preguntó Christian, intentando sonar educado, pero su tono siempre me ha parecido arrogante.

No respondí de inmediato. Miré a Eva, que bajó la cabeza avergonzada. Recordé la última vez que Christian vivió bajo mi techo: discusiones constantes por el dinero, su falta de respeto por las normas de la casa, su costumbre de llegar tarde y no aportar nada más que problemas. No podía permitir que eso volviera a ocurrir.

—Eva, tú y Ariana podéis quedaros aquí el tiempo que necesitéis —dije finalmente, ignorando deliberadamente a Christian—. Pero él no.

El silencio fue brutal. Eva me miró como si le hubiera dado una bofetada. Christian apretó los puños y murmuró algo entre dientes que preferí no escuchar.

—¿Cómo puedes decir eso? —me gritó Eva—. ¡Somos una familia!

—Una familia no es solo compartir un techo —le respondí, intentando mantener la calma—. Es respetarse, apoyarse… Y tú sabes perfectamente lo que pasó la última vez. No voy a pasar por lo mismo otra vez.

Christian soltó una carcajada amarga.

—Claro, porque tú eres perfecta, ¿no? Siempre juzgando desde tu pedestal…

Le lancé una mirada fulminante. Eva se interpuso entre nosotros.

—Mamá, por favor… No tenemos dinero para un alquiler. Christian está buscando trabajo, pero…

—¡Siempre está buscando trabajo! —interrumpí, incapaz de contenerme—. ¿Y mientras tanto qué? ¿Vuelvo a manteneros a todos? ¿A soportar sus gritos y sus malas caras?

Ariana empezó a llorar. Me agaché para abrazarla y sentí cómo se me rompía el alma. No era justo para ella vivir esta situación.

Esa noche, después de que Christian se marchara dando un portazo —no sé a dónde fue ni quise preguntar—, Eva se encerró en su antiguo cuarto con Ariana. Yo me quedé en la cocina, removiendo un café frío y preguntándome en qué momento todo se había torcido tanto.

Recordé cuando Eva era pequeña y venía corriendo a mis brazos cada vez que tenía miedo o estaba triste. Ahora era yo quien sentía miedo: miedo de perderla para siempre por una decisión que creía justa pero que podía parecer cruel.

Al día siguiente, Eva apenas me dirigió la palabra. Preparé el desayuno para Ariana y le puse dibujos en la tele para distraerla. El silencio entre mi hija y yo era espeso como la niebla de fuera.

Por la tarde vino mi hermana Pilar a visitarnos. Siempre ha sido la voz de la razón en mi vida.

—Carmen, ¿estás segura de lo que haces? —me preguntó en voz baja mientras fregábamos los platos.

—No puedo volver a pasar por lo mismo, Pilar —le confesé—. La última vez casi me da un infarto del disgusto. Christian no respeta nada ni a nadie.

—Pero Eva le quiere… Y Ariana necesita a su padre —insistió mi hermana.

—¿Y yo? ¿No merezco un poco de paz en mi propia casa?

Pilar suspiró y me abrazó.

Esa noche escuché sollozos ahogados en el cuarto de Eva. Me acerqué sin hacer ruido y abrí la puerta apenas un poco. Vi a mi hija sentada en la cama, abrazando a Ariana dormida y llorando en silencio. Sentí una punzada de culpa tan fuerte que tuve que apoyarme en el marco de la puerta para no caerme.

Al día siguiente, Christian apareció temprano con una bolsa de deporte y cara de pocos amigos.

—Solo vengo a ver a Ariana —dijo sin mirarme.

Eva salió al pasillo y le abrazó. Vi cómo se le iluminaba la cara al verle, aunque intentara disimularlo delante de mí. Ariana corrió hacia él gritando «¡papá!» y se le colgó del cuello.

Me quedé observando esa escena familiar rota por mis propias decisiones. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿O estaba condenando a mi hija y a mi nieta a una vida partida?

Esa tarde Eva se sentó conmigo en el salón. Tenía los ojos rojos pero hablaba con voz firme.

—Mamá, sé que lo haces porque quieres protegerme… Pero necesito que entiendas que Christian es mi marido. No puedo dejarle tirado en la calle.

—No le estoy dejando tirado —repliqué—. Solo quiero protegerte… protegernos a todas.

—¿Y si fueras tú? ¿Y si papá te hubiera fallado alguna vez? ¿Te habría gustado que tu madre te cerrara la puerta?

No supe qué responderle. Mi marido murió hace años; nunca tuvimos grandes problemas, pero tampoco éramos perfectos. Quizá yo también cometí errores y mi madre siempre me apoyó…

Esa noche no dormí nada. Di vueltas en la cama pensando en Eva, en Ariana… incluso en Christian. Pensé en todas las madres españolas que han tenido que abrir sus puertas a hijos adultos por culpa de la crisis, del paro, de los alquileres imposibles… ¿Cuántas habrán sentido este mismo nudo en el estómago?

Al amanecer tomé una decisión. Bajé al salón donde Eva ya estaba despierta con Ariana en brazos.

—Eva —dije con voz temblorosa—. Si quieres que Christian venga… puede quedarse unos días. Pero solo si respeta las normas de esta casa. No puedo prometerte que será fácil para mí… pero tampoco quiero perderte.

Eva rompió a llorar y me abrazó fuerte.

Ahora escribo esto mientras escucho las risas de Ariana jugando con su padre en el pasillo. No sé si he hecho bien o mal; solo sé que el amor duele tanto como cura.

¿Dónde está el límite entre proteger a quienes amas y respetar tu propia dignidad? ¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar?