Entre el amor y la soledad: La decisión que partió mi familia
—Abuela, mamá dice que tenemos que pensar en una residencia para ti.
El mundo se detuvo. El ascensor aún no había llegado al tercer piso, pero las palabras de Génesis, mi nieta de diez años, ya me habían dejado sin aliento. ¿Residencia? ¿Después de todo lo que he hecho por esta familia? Miré a Génesis, tan inocente, con sus trenzas apretadas y su mochila de unicornios. No era culpa suya. Ella solo repetía lo que había escuchado.
—¿Eso te ha dicho tu madre? —pregunté, intentando que mi voz no temblara.
—Sí, pero no te enfades con ella, abuela. Dice que así estarías mejor cuidada y podríamos visitarte los domingos.
El ascensor se abrió y entramos en el pasillo. Mi nuevo piso olía a pintura fresca y a promesas de independencia. Había vendido la casa del pueblo donde crié a mis hijos, donde enterré a mi marido bajo la encina del jardín, para poder estar más cerca de ellos en Madrid. Había soñado con tardes de café y risas, con ver crecer a mis nietos. Pero ahora, todo parecía desmoronarse.
Al llegar al salón, Génesis se sentó en el sofá y encendió la tele. Yo me quedé de pie, mirando por la ventana el bullicio de la calle Alcalá. ¿En qué momento me convertí en un estorbo?
Esa noche, mi hija Lucía vino a buscar a Génesis. La esperé con una mezcla de rabia y miedo. Cuando entró, ni siquiera me miró a los ojos.
—Mamá, tenemos que hablar —dijo mientras recogía los cuadernos de Génesis.
—¿Sobre qué? ¿Sobre cómo planeas aparcarme en una residencia?
Lucía suspiró, cansada.
—No es eso, mamá. Es solo que… con el trabajo, los niños, y ahora con papá enfermo… No puedo con todo. Me da miedo que te pase algo sola aquí.
—¿Y crees que estaría mejor rodeada de desconocidos? ¿De verdad piensas que eso es vida?
—No lo sé —admitió ella, bajando la voz—. Solo quiero lo mejor para ti.
—Lo mejor para mí sería sentirme parte de esta familia —le respondí, conteniendo las lágrimas.
Lucía se fue sin decir nada más. Me quedé sola en el salón, abrazando el cojín como si fuera un salvavidas. Esa noche no dormí. Pensé en mi infancia en Salamanca, en cómo mis padres cuidaron de mis abuelos hasta el final. Pensé en los domingos de cocido y cartas, en las navidades todos juntos. ¿Cuándo se rompió esa cadena?
Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y llamadas cortas. Mi hijo menor, Sergio, me llamó desde Valencia.
—Mamá, Lucía está preocupada por ti. No te lo tomes a mal.
—¿Y tú? ¿Tú también crees que soy una carga?
—No digas eso… Es solo que las cosas han cambiado mucho. Ahora todo va tan deprisa…
Colgué antes de romper a llorar. ¿Tan difícil era entender que aún tenía mucho que dar? Que no quería ser una sombra en una habitación compartida con extraños.
Una tarde, decidí salir a caminar por el Retiro. El aire fresco me ayudó a pensar. Vi a otras mujeres mayores paseando con sus nietos, riendo, compartiendo confidencias. Sentí una punzada de envidia y tristeza.
Al volver a casa, encontré una nota bajo la puerta:
«Mamá: Perdona si te hice daño. No sé cómo manejar todo esto. Te quiero. Lucía.»
La leí una y otra vez. Decidí invitarla a cenar esa noche.
Cuando llegó, le preparé su plato favorito: tortilla de patatas con cebolla. Nos sentamos frente a frente.
—Lucía —empecé—, sé que la vida es complicada ahora. Pero yo no quiero irme a una residencia. Quiero estar cerca de vosotros, ayudaros si puedo, sentirme útil.
Ella rompió a llorar.
—Mamá, tengo miedo de perderte como perdí a papá… No quiero que estés sola si te pasa algo.
La abracé fuerte.
—No estoy sola si os tengo cerca. Solo pido un poco de tiempo juntos: una llamada, un café los sábados… No necesito más.
Esa noche hablamos hasta tarde. Hicimos planes para vernos más seguido, para que Génesis viniera a dormir algún fin de semana conmigo. No sé si todo será fácil a partir de ahora; la vida nunca lo es.
Pero aprendí algo: la soledad duele más cuando viene de quienes más amas.
¿De verdad hemos avanzado tanto como sociedad si dejamos atrás a quienes nos dieron todo? ¿Qué harías tú si fueras yo?