Entre el ayer y el mañana: El dilema de una madre española

—No puedes seguir así, mamá. No puedes quedarte sola en esta casa, encerrada entre fantasmas —la voz de Matías retumbó en el pasillo, tan fría como la mañana de noviembre que se colaba por las ventanas.

Me quedé quieta, con las manos apretadas sobre el mantel de cuadros. La cafetera silbaba en la cocina, pero ni el aroma del café podía disipar el nudo en mi garganta. Miré a Matías, mi hijo, mi niño, ahora un hombre de treinta y dos años, con la barba descuidada y los ojos cansados de quien ha visto demasiado para su edad.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que lo deje todo? ¿Que abandone la casa donde naciste, donde tu padre y yo levantamos cada ladrillo con nuestras manos? —mi voz tembló, pero no cedí.

Matías suspiró, se pasó la mano por el pelo y se sentó frente a mí. —No es abandonar, mamá. Es empezar de nuevo. En Madrid podrías estar cerca de mí, de tus nietos. Aquí solo tienes recuerdos… y soledad.

La palabra soledad me atravesó como una daga. No era la primera vez que discutíamos esto, pero hoy había algo diferente en su tono, una urgencia que no supe descifrar. Afuera, las campanas de la iglesia de San Esteban repicaban, recordándome que el tiempo no espera a nadie.

—¿Y tú crees que en Madrid no estaría sola? —pregunté, bajando la voz—. Tú trabajas todo el día, Lucía apenas me habla desde que…

—¡Mamá! —me interrumpió Matías, golpeando la mesa—. No empieces otra vez con lo de Lucía. Mi mujer te respeta, pero no puede soportar que le recuerdes cada día que no es suficiente para ti.

Sentí las lágrimas arderme en los ojos. No era mi intención herir a Lucía, pero desde que se casaron sentí que perdía a mi hijo poco a poco. Y ahora él quería arrancarme de mi raíz, de mi refugio.

Me levanté y fui hasta la ventana. El jardín estaba cubierto de hojas secas; los rosales que plantó mi marido, Antonio, ya no florecían como antes. Cerré los ojos y lo vi allí, regando las plantas, riendo con Matías cuando era pequeño. ¿Cómo dejar atrás todo eso?

—¿Te acuerdas cuando papá arregló el columpio para ti? —dije sin girarme—. Te caíste y te hiciste una herida en la rodilla. Lloraste tanto…

—Mamá, basta —su voz sonó más suave esta vez—. No podemos vivir siempre en el pasado.

Me giré despacio. —¿Y si el pasado es lo único que me queda?

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Matías se levantó y vino hacia mí. Me tomó las manos con ternura.

—No quiero perderte, mamá. Pero tampoco quiero verte marchitarte aquí.

Sentí un temblor recorrerme el cuerpo. ¿Era miedo? ¿Orgullo? ¿O simplemente el dolor de saber que todo cambia aunque uno no quiera?

Esa noche no dormí. Caminé por la casa en penumbra, tocando los marcos de fotos: Matías en su primera comunión; Antonio y yo en la playa de San Sebastián; mi madre, con su moño apretado y su mirada severa. Pensé en cómo ella nunca me permitió elegir: «Las mujeres aguantan», decía siempre.

Pero yo ya no quería aguantar. Quería decidir.

A la mañana siguiente llamé a mi hermana Carmen. Ella vive en Zamora desde hace años y siempre ha sido mi confidente.

—¿Y tú qué harías? —le pregunté entre sollozos.

—Yo… —Carmen dudó—. Yo me iría con Matías. Pero tú no eres yo. Solo tú sabes lo que pesa esa casa para ti.

Colgué sintiéndome más sola aún. Salí al patio y recogí una rosa marchita. Recordé cuando Matías me regalaba flores del jardín para el Día de la Madre. Ahora apenas tenía tiempo para llamarme.

Por la tarde vino Pilar, mi vecina de toda la vida.

—¿Otra vez discutiendo con tu hijo? —me preguntó mientras tomábamos café.

Asentí sin ganas.

—No le culpes —dijo Pilar—. Los hijos creen que saben lo que es mejor para nosotras… pero nunca preguntan qué queremos realmente.

Esa noche Matías volvió a casa para cenar conmigo. Había traído una tarta de manzana de la pastelería del barrio.

—He pensado en lo que dijiste —le confesé mientras cortaba un trozo—. Pero tengo miedo, hijo. Miedo de perderme a mí misma si dejo esta casa.

Matías me miró con ternura y tristeza a la vez.

—Yo también tengo miedo, mamá. Miedo de perderte antes de tiempo.

Nos quedamos callados un rato, escuchando el tic-tac del reloj del salón.

—¿Y si probamos? —sugerí al fin—. Puedo irme unos meses contigo a Madrid… pero si no me siento bien, volveré aquí.

Matías sonrió por primera vez en días.

—Eso me parece justo.

Esa noche dormí mejor. Soñé con Antonio y con Matías niño, corriendo por el jardín bajo el sol de Salamanca.

Hoy escribo estas líneas mientras hago las maletas. No sé si encontraré mi lugar en Madrid ni si podré reconciliarme con Lucía o sentirme útil otra vez. Pero al menos esta vez decido yo.

¿Es posible empezar de nuevo cuando todo lo que amas parece quedarse atrás? ¿O solo cambiamos de escenario para seguir siendo los mismos? ¿Vosotros qué haríais?