Entre el Silencio y el Grito: Mi Lucha por un Segundo Hijo

—¿Otra vez con lo mismo, Alejandra? —La voz de Nicolás retumbó en la cocina, tan fría como el mármol sobre el que apoyaba sus manos.

Me quedé quieta, con la taza de café temblando entre mis dedos. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso en Chamberí, pero dentro de mí la tormenta era aún más feroz. No era la primera vez que discutíamos sobre tener otro hijo, pero cada vez dolía más.

—No es «lo mismo», Nicolás. Es mi vida —susurré, intentando que mi voz no se quebrara—. Es nuestro futuro.

Él suspiró, cansado, como si llevara siglos arrastrando ese peso. Tenía 55 años y dos hijos de matrimonios anteriores: Javier, que ya ni nos llama desde que se fue a estudiar a Salamanca, y Lucía, que apenas viene los fines de semana y solo para pedir dinero o discutir con su padre. Yo los acepté desde el principio, aunque nunca me sentí parte de su mundo.

Nos conocimos hace siete años en una exposición en el Reina Sofía. Él era ese hombre elegante, seguro, con una sonrisa triste que me atrajo como un imán. Yo venía de una ruptura reciente y él parecía tener todas las respuestas. Pero ahora, en esta cocina silenciosa, solo tenía negativas.

—No puedo empezar de nuevo —dijo Nicolás, bajando la mirada—. Ya he pasado por esto dos veces. Cambios de pañales, noches sin dormir… No tengo fuerzas.

—¿Y yo? —pregunté, sintiendo cómo se me llenaban los ojos de lágrimas—. ¿No tengo derecho a soñar con una familia?

El silencio se hizo espeso. Recordé las veces que había evitado este tema en cenas familiares, cuando mi madre me preguntaba con esa sonrisa cómplice: «¿Y para cuándo el hermanito de Sofía?». Nuestra hija tenía cinco años y era mi alegría diaria, pero cada vez que la veía jugar sola en su habitación sentía un vacío imposible de ignorar.

Una tarde, mientras recogía a Sofía del colegio, me encontré con Marta, una amiga del barrio. Ella tenía tres hijos y siempre parecía agotada pero feliz.

—¿Y tú para cuándo el segundo? —me preguntó con esa naturalidad que solo tienen quienes no conocen la guerra interna que supone decidirlo.

—No lo sé… —respondí, forzando una sonrisa—. Nicolás no quiere.

Marta me miró con compasión y cambió de tema, pero yo me quedé pensando en lo injusto que era tener que justificar mi deseo. ¿Por qué tenía que renunciar a algo tan esencial por miedo a perderlo todo?

Las discusiones con Nicolás se hicieron más frecuentes. Una noche, después de cenar, exploté:

—¿Por qué siempre tiene que ser tu decisión? ¿Por qué mis sueños valen menos?

Él se levantó bruscamente y tiró la servilleta sobre la mesa.

—¡Porque ya he vivido esto! ¡Porque sé lo que viene después! Tú solo ves la parte bonita, pero no sabes lo que es perderse mientras crías hijos que luego ni te llaman por tu cumpleaños.

Me dolió su sinceridad. Entendí su miedo al fracaso, a repetir errores del pasado. Pero también sentí rabia: yo no era sus ex mujeres ni Sofía era Javier o Lucía. Nuestra familia era distinta.

Una noche, mientras Sofía dormía abrazada a su peluche favorito, me senté junto a la ventana y llamé a mi hermana Carmen.

—No puedo más —le confesé entre sollozos—. Siento que estoy perdiendo a Nicolás y a mí misma.

—Aleja —me dijo con esa voz firme que siempre me tranquilizaba—, tienes derecho a querer más. Pero también tienes derecho a decidir si este es el precio que quieres pagar.

Las palabras de Carmen me persiguieron durante días. Empecé a notar cómo Nicolás evitaba mirarme cuando jugaba con Sofía o cuando veía bebés en la calle. Una tarde, lo encontré sentado solo en el salón, mirando una foto antigua de Javier y Lucía.

—¿Te arrepientes? —le pregunté suavemente.

Él negó con la cabeza.

—No me arrepiento de ellos… Me arrepiento de no haber sabido ser mejor padre. No quiero volver a fallar.

Me acerqué y le tomé la mano.

—No eres el mismo hombre de antes. Y yo no soy ellas. Podemos hacerlo bien esta vez.

Pero él apartó la mirada y supe que no estaba convencido.

El tiempo pasó y el tema se convirtió en un tabú entre nosotros. Empecé a sentirme sola incluso cuando estábamos juntos. Las cenas eran silenciosas; las risas de Sofía eran lo único que llenaba la casa.

Un día, recibí una llamada del colegio: Sofía había tenido un pequeño accidente jugando sola en el recreo. Corrí al hospital con el corazón en un puño. Cuando llegué, la vi tan pequeña y vulnerable en esa camilla blanca… Sentí que mi deseo se transformaba en necesidad: quería otro hijo no solo para mí, sino para ella.

Esa noche, enfrenté a Nicolás por última vez:

—No puedo seguir así. Si no quieres tener otro hijo conmigo, dímelo claramente. Pero necesito saber si aún tenemos un futuro juntos.

Él me miró largo rato antes de responder:

—Te amo, Alejandra. Pero no puedo darte lo que quieres.

Me fui a dormir sola esa noche, abrazada al peluche de Sofía como si fuera un salvavidas. Lloré hasta quedarme dormida y soñé con una familia que quizá nunca tendría.

Hoy escribo esto desde esa misma ventana donde tantas veces he buscado respuestas. No sé qué será de nosotros mañana; solo sé que sigo deseando ser madre otra vez y que ese deseo es tan fuerte como el amor que siento por Nicolás.

¿Es egoísta querer algo tan profundamente si puede destruir lo que ya tienes? ¿Hasta dónde debemos sacrificar nuestros sueños por amor? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?