Entre la hipoteca y el abismo: Confesiones de un padre español
—¿De verdad vas a dejar que tu suegra le dé dinero a los niños otra vez? —le espeté a mi hija Lucía, con la voz temblorosa, mientras ella recogía los platos en la cocina del piso que tanto me costó conseguir.
Lucía ni siquiera me miró. Se limitó a encogerse de hombros, como si no quisiera entrar en una guerra que ya daba por perdida. Yo sentí cómo la rabia me subía por dentro, mezclada con ese miedo sordo que me acompaña desde hace meses. No era solo el dinero, ni siquiera el piso hipotecado hasta el cuello. Era la sensación de que todo lo que había sacrificado —quince años de soledad en Hamburgo, trabajando de sol a sol en la obra— podía venirse abajo por culpa de otros.
Mi yerno, Sergio, es buen chico, pero débil. Siempre lo ha sido. Su madre, Carmen, y su padre, Antonio, son otra historia. Viven como si el mundo les debiera algo. Nunca han trabajado más de lo justo, siempre trampeando con ayudas, chapuzas y favores. Y ahora, desde que Lucía y Sergio se casaron y tuvieron a mis nietos, han empezado a meter la zarpa en mi familia.
—Papá, no es para tanto —me dijo Lucía una tarde, cuando intenté hablar con ella en serio—. Solo les dan unas monedas para chuches.
Pero yo sé cómo empieza eso. Lo he visto mil veces en mi barrio de Vallecas antes de irme a Alemania: primero son las monedas, luego los regalos caros, después las promesas vacías y, al final, la dependencia. No quiero eso para mis nietos. No quiero que crezcan pensando que todo se consigue sin esfuerzo.
La tensión en casa se podía cortar con un cuchillo. Mi mujer, Pilar, intentaba mediar, pero también estaba cansada. Habíamos vuelto a España con la ilusión de reunir a la familia bajo un mismo techo, pero ahora parecía que cada comida era una batalla campal.
—Manuel, tienes que relajarte —me decía Pilar en voz baja—. No puedes controlar todo.
Pero ¿cómo no preocuparme? Había hipotecado mi vida para comprar ese piso en Carabanchel. Cada mes veía cómo se me iba el sueldo en la letra del banco y en ayudar a Lucía y Sergio con los gastos de los niños. Y mientras tanto, los padres de Sergio venían cada dos por tres con sus historias: que si no llegan a fin de mes, que si necesitan un préstamo, que si pueden quedarse unos días porque les han cortado la luz.
Una noche, después de una discusión especialmente dura —Sergio había traído a sus padres a cenar sin avisar— me encerré en el balcón con un cigarro y miré las luces de Madrid. Sentí una soledad tan grande como la que sentía en Hamburgo, cuando llamaba a casa y oía las voces de Lucía de niña al otro lado del teléfono.
Me pregunté si todo ese sacrificio había servido para algo. Si realmente había construido un futuro mejor para mi familia o si solo había cambiado unos problemas por otros.
Las cosas empeoraron cuando Antonio —el padre de Sergio— me pidió dinero prestado. No era mucho, según él: «Solo para tapar un agujero hasta que cobre el paro». Me negué en redondo. Sabía que ese dinero no volvería jamás. Pero entonces empezaron los cuchicheos, las miradas torvas durante las reuniones familiares.
—Tu padre es un egoísta —le oí decir a Carmen a Sergio una tarde que creían que yo no escuchaba—. Con todo lo que ha ganado fuera…
Me dolió más de lo que esperaba. No por el dinero, sino porque sentí que estaban minando mi autoridad delante de mis propios nietos. Y Lucía… Lucía cada vez estaba más distante conmigo.
Un día encontré a mi nieto mayor, Pablo, llorando porque su abuelo Antonio le había prometido una bicicleta «si se portaba bien», pero luego no cumplió. Me senté a su lado y le expliqué lo importante que era cumplir las promesas y ganarse las cosas con esfuerzo. Pero Pablo solo me miró con esos ojos grandes y tristes y me preguntó:
—¿Por qué el abuelo Antonio dice que tú eres malo?
Se me rompió el alma.
A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Las discusiones con Lucía se hicieron más frecuentes; Sergio empezó a evitarme; incluso Pilar se puso de parte de nuestra hija alguna vez.
—No puedes luchar contra todos —me dijo una noche—. Vas a perder a tu familia si sigues así.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Dejar que esos dos arruinaran el futuro de mis nietos? ¿Permitir que la pereza y la mentira se instalaran en mi casa?
La gota que colmó el vaso fue cuando descubrí que Carmen había cogido dinero de mi cartera «por error» durante una comida familiar. Nadie quiso creerme cuando lo conté. Me sentí traicionado por todos.
Esa noche dormí en el sofá. No podía dejar de pensar en todo lo que había perdido: años lejos de casa, amigos olvidados, salud gastada… ¿Y para qué? Para ver cómo mi familia se desmoronaba por culpa de dos personas incapaces de vivir honestamente.
Ahora escribo esto desde la soledad del salón, mientras escucho las risas lejanas de mis nietos jugando en el parque con sus otros abuelos. Me pregunto si hice bien en volver a España o si debería haberme quedado en Alemania, donde al menos sabía quién era yo.
¿Vale la pena sacrificarlo todo por la familia si al final te quedas solo? ¿O hay momentos en los que hay que dejar ir para salvarse uno mismo?