Entre la Sangre y el Orgullo: La Lucha por Mi Nieta
—¡No puedes llevártela así, Benjamín! —grité desde el umbral, con la voz rota y el corazón en un puño. Mi nieta Lucía, de apenas cinco años, me miraba con esos ojos grandes y asustados mientras su padre la arrastraba hacia el ascensor. Mi hija Marta lloraba en silencio, encogida en el sofá, incapaz de moverse.
La puerta se cerró de golpe y el eco retumbó en todo el bloque. Me quedé allí, paralizado, sintiendo cómo el mundo se me venía abajo. ¿Cómo habíamos llegado a esto? ¿En qué momento la familia que tanto había protegido se había convertido en un campo de batalla?
Todo empezó hace meses, cuando Benjamín perdió su trabajo en la fábrica de automóviles de Valladolid. Desde entonces, la tensión en casa era palpable. Marta intentaba estirar su sueldo de enfermera para llegar a fin de mes, pero las facturas se acumulaban y la nevera cada vez estaba más vacía. Yo, jubilado desde hacía tres años, ayudaba como podía con mi pensión, pero no era suficiente.
Lucía siempre venía a mi casa después del colegio. Le preparaba su merienda favorita: pan con chocolate y un vaso de leche. A veces, cuando no había otra cosa, le daba galletas María con zumo. Benjamín empezó a quejarse de que Lucía estaba demasiado delgada, que no le dábamos comida sana. «No puede vivir solo de pan y galletas», repetía una y otra vez. Pero yo veía a mi nieta feliz, jugando entre los geranios del balcón y riendo con sus muñecas.
Una tarde, Benjamín llegó antes de lo habitual. Entró sin saludar y fue directo a la cocina. Abrió la nevera y soltó una carcajada amarga.
—¿Esto es todo lo que tenéis para Lucía? —preguntó, sacando una tarrina de yogur caducado—. ¡Así no me extraña que esté siempre enferma!
Marta intentó explicarle que era solo para emergencias, que normalmente comía en el comedor del colegio. Pero Benjamín no quiso escuchar. Esa noche discutieron hasta las tres de la mañana. Yo los oía desde mi habitación, sintiéndome impotente.
Al día siguiente, Benjamín vino con una maleta y se llevó a Lucía. Dijo que hasta que no demostráramos que podíamos cuidarla bien, no volvería. Desde entonces no hemos vuelto a verla.
Los días pasan lentos y pesados. Marta apenas sale de la cama. Yo intento mantenerme ocupado limpiando la casa o arreglando cosas que no necesitan arreglo. El silencio es insoportable.
He llamado a Benjamín varias veces, pero no responde. Solo una vez contestó su madre, Carmen, una mujer fría y distante que nunca aprobó el matrimonio de su hijo con mi hija.
—Lucía está bien —me dijo sin emoción—. Mejor alimentada que nunca.
Colgó antes de que pudiera preguntar más.
Empiezo a preguntarme si todo esto es realmente por la comida. Benjamín siempre ha sido orgulloso, pero últimamente parece resentido conmigo. Hace unos meses le negué un préstamo para pagar unas deudas; le dije que no podía permitírmelo y que debía buscar ayuda profesional. Desde entonces nuestra relación se enfrió.
¿Será eso lo que le ha llevado a separarnos de Lucía? ¿O es simplemente el orgullo herido de un hombre que siente que ha perdido el control sobre su familia?
Anoche Marta me confesó entre lágrimas:
—Papá, creo que Benjamín quiere castigarme por no apoyarle cuando perdió el trabajo… Y ahora usa a Lucía para hacerme daño.
No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte, deseando poder protegerla del dolor.
Hoy he ido al colegio de Lucía para preguntar por ella. La directora me miró con lástima:
—Antonio, Benjamín ha pedido el traslado de Lucía a otro centro… No puedo hacer nada.
Salí de allí sintiéndome más solo que nunca.
Por las noches me asomo al balcón y miro las luces de la ciudad. Recuerdo cuando Lucía me pedía que le contara historias sobre mi infancia en el pueblo, cuando todo era más sencillo y las familias se ayudaban unas a otras. Ahora parece que cada uno va a lo suyo, encerrado en sus propios problemas.
He pensado en acudir a los servicios sociales, pero temo que eso solo empeore las cosas. No quiero que Lucía acabe en medio de una guerra judicial.
A veces me pregunto si he fallado como padre y abuelo. Si debería haber hecho más por ayudar a Benjamín o por proteger a Marta. Si todo esto es culpa mía por no haber sabido mantener unida a mi familia.
Esta noche he escrito una carta para Benjamín:
«Querido Benjamín,
Sé que estás enfadado y preocupado por Lucía. Todos queremos lo mejor para ella. Si necesitas ayuda o quieres hablar, aquí estoy. No dejemos que nuestros problemas separen a quienes más queremos.
Antonio»
No sé si la leerá o si servirá de algo. Pero tenía que intentarlo.
Ahora solo me queda esperar… y preguntarme: ¿Hasta dónde puede llegar el orgullo antes de romper lo más sagrado? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?