Entre Sombras y Favores: El Precio de la Preferencia
—¿Por qué a él, mamá? —escupí las palabras antes de poder contenerme, la voz temblorosa, casi rota—. ¿Por qué siempre a Diego?
Mi madre, Carmen, no levantó la vista del café que removía con parsimonia. El silencio en la cocina era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mi hermano Diego, sentado al otro lado de la mesa, evitaba mi mirada, jugueteando con las llaves recién entregadas. Las llaves del piso de la abuela. El piso que yo había ayudado a limpiar durante meses tras su muerte, el piso donde aprendí a montar en bici en el pasillo estrecho, el piso que ahora, sin previo aviso, era suyo.
—No es tan sencillo, Luis —dijo finalmente mi madre, con ese tono cansado que usaba cuando no quería discutir—. Diego lo necesita más que tú. Está pasando un mal momento.
Sentí cómo la rabia me subía por el pecho. ¿Y yo? ¿Acaso mis problemas eran menos importantes? ¿Acaso mis noches sin dormir, mis facturas acumulándose en la mesa del salón, no contaban? Pero no dije nada. Me limité a mirar a Diego, esperando que él dijera algo, que rechazara el regalo, que me defendiera. Pero sólo apretó las llaves con más fuerza.
Salí de la cocina dando un portazo. El eco resonó por el pasillo como una bofetada. Me encerré en mi cuarto y me dejé caer en la cama. Las lágrimas me ardían en los ojos, pero me negué a dejarlas salir. No iba a llorar por esto. No otra vez.
Recordé cuando éramos niños y mi madre nos llevaba al parque de El Retiro los domingos. Siempre había una chocolatina extra para Diego, una moneda más para la barca, una sonrisa especial cuando él sacaba buenas notas. Yo aprendí pronto a no esperar demasiado. Pero esta vez era diferente. Esta vez era algo grande, algo que no podía ignorar.
Esa noche llamé a mi amiga Lucía. Necesitaba desahogarme.
—¿Y si hablas con tu madre? —sugirió ella—. Pero de verdad, Luis. Sin reproches. Dile cómo te sientes.
—¿Para qué? —respondí amargamente—. Nunca va a cambiar. Siempre ha sido así.
—Quizá no cambie ella —dijo Lucía suavemente—, pero igual cambias tú si lo sacas fuera.
Pasaron los días y el ambiente en casa era irrespirable. Mi padre, Antonio, intentaba mediar con bromas torpes y silencios incómodos. Diego apenas salía de su habitación. Yo evitaba las comidas familiares y me refugiaba en el trabajo hasta tarde.
Una tarde de lluvia, mientras recogía mis cosas en la oficina, recibí un mensaje de Diego: “¿Podemos hablar?” Dudé unos segundos antes de responder que sí.
Nos encontramos en una cafetería cerca de Atocha. Diego llegó tarde, como siempre. Tenía ojeras profundas y el pelo revuelto.
—No sé por dónde empezar —dijo tras pedir un café—. Sé que estás enfadado conmigo…
—No es contigo —le interrumpí—. Es… todo esto. Mamá… el piso…
Diego suspiró.—No lo pedí, Luis. De verdad que no lo hice. Mamá insistió porque sabe que estoy fatal con el trabajo y lo de Marta…
Me mordí el labio.—¿Y yo qué? ¿No cuenta lo que yo necesito?
Diego bajó la mirada.—Nunca he sabido cómo hablar de esto contigo. Siempre he sentido que tú eras el fuerte, el que podía con todo…
Me reí sin humor.—Pues te equivocas.
Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera seguía lloviendo y la gente pasaba deprisa bajo los paraguas.
—¿Sabes? —dije al fin—. A veces pienso que mamá nunca me ha visto realmente. Que sólo ve lo que espera ver.
Diego asintió.—A mí me pasa igual, pero al revés. Siento que espera demasiado de ti y muy poco de mí.
La conversación nos dejó exhaustos pero también más ligeros. Por primera vez en años sentí que podía hablar con mi hermano sin máscaras.
Esa noche decidí enfrentarme a mi madre. La encontré en el salón viendo una telenovela antigua.
—Mamá —dije sin rodeos—, necesito hablar contigo.
Ella apagó la tele y me miró con esos ojos cansados.—Dime, hijo.
Me senté frente a ella.—Sé que quieres ayudar a Diego y lo entiendo, pero me duele sentirme invisible. Me duele pensar que mis esfuerzos no cuentan para ti.
Mi madre se quedó callada mucho tiempo.—Luis… nunca he querido hacerte sentir así. Eres tan independiente… pensé que no necesitabas tanto de mí como Diego.
Las palabras me golpearon como un jarro de agua fría.—Todos necesitamos sentirnos vistos alguna vez.
Mi madre lloró entonces por primera vez delante de mí desde que murió la abuela.—Perdóname, hijo… No sabía cómo hacerlo mejor.
Nos abrazamos largo rato y sentí cómo algo se rompía y se reconstruía al mismo tiempo dentro de mí.
Con el tiempo, Diego y yo aprendimos a hablar más claro entre nosotros y con nuestros padres. El piso sigue siendo suyo, pero ahora compartimos más cosas: cenas improvisadas, recuerdos del pasado y hasta alguna discusión sobre fútbol los domingos.
A veces me pregunto si alguna vez dejaré de buscar la aprobación de mi madre o si aprenderé a quererme tal como soy, sin esperar nada a cambio.
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que os trataban diferente en vuestra familia? ¿Cómo lo habéis gestionado?