Expulsada como un perro callejero – la historia de Lucía en Madrid
—¡No quiero volver a verte aquí, Lucía! —gritó mi madre, con los ojos llenos de lágrimas y rabia. El portazo resonó en el pasillo como un disparo. Me quedé allí, con la mochila colgando del hombro, la ropa empapada por la tormenta que caía sobre Madrid y el corazón hecho trizas.
No era la primera vez que discutíamos, pero sí la primera vez que me echaba de casa. Todo empezó por una tontería: mi hermano Álvaro había cogido dinero de la cartera de mamá y, como siempre, yo fui la culpable. «Tú eres la mayor, tú tienes que dar ejemplo», repetía ella una y otra vez. Pero esta vez no me defendí. Esta vez grité. Grité todo lo que llevaba años callando: el favoritismo hacia Álvaro, el desprecio hacia mis sueños de estudiar Bellas Artes, el dolor de sentirme invisible en mi propia familia.
Salí corriendo escaleras abajo, sin mirar atrás. La lluvia me calaba hasta los huesos mientras caminaba por la Gran Vía, entre turistas y madrileños apurados que no se fijaban en una chica llorando bajo un paraguas roto. Me senté en un banco frente a Callao y saqué el móvil. Tenía tres mensajes de mi amiga Marta: «¿Dónde estás?», «¿Estás bien?», «Ven a mi casa si necesitas». Dudé. No quería ser una carga para nadie.
Las horas pasaron lentas y frías. Pensé en llamar a mi padre, pero él se había ido cuando yo tenía diez años y apenas sabía nada de él. Mi abuela Carmen vivía en Toledo y no podía ayudarme. Sentí una soledad tan profunda que me dolía el pecho. ¿Cómo era posible que mi propia madre me echara a la calle? ¿Qué había hecho tan mal?
Recordé la última conversación con ella antes del estallido:
—Mamá, ¿por qué nunca me escuchas?
—Porque siempre tienes algo que reprocharme, Lucía. Siempre eres la víctima.
—No soy la víctima, solo quiero que me quieras como quieres a Álvaro.
—¡Basta ya! ¡No empieces otra vez!
Las palabras se clavaron en mi memoria como agujas. Me levanté del banco y caminé sin rumbo fijo. Pasé por la Plaza Mayor, donde un grupo de jóvenes reía bajo los soportales. Sentí envidia de su alegría despreocupada. Yo solo quería volver a sentirme segura, querida.
Al final, decidí ir a casa de Marta. Me abrió la puerta con una sonrisa triste y me abrazó fuerte.
—No tienes por qué pasar esto sola —me susurró.
Esa noche dormí en su sofá, escuchando el sonido lejano del tráfico y preguntándome si mi madre estaría pensando en mí. Al día siguiente, intenté llamarla. No contestó. Le mandé un mensaje: «Lo siento por todo». No hubo respuesta.
Durante semanas viví con Marta y su familia. Me sentía incómoda, como una intrusa en una vida ajena. Su madre, Teresa, me trataba con cariño, pero yo no podía evitar sentirme culpable por ocupar un lugar que no era mío.
Busqué trabajo para poder pagarme una habitación. Encontré uno en una cafetería cerca del Retiro. Los primeros días fueron duros: los clientes exigentes, los turnos interminables, el cansancio acumulado. Pero también encontré consuelo en las pequeñas cosas: el olor a café recién hecho, las conversaciones con los compañeros, las tardes tranquilas viendo el atardecer desde el parque.
Una tarde, mientras recogía las mesas, vi entrar a mi hermano Álvaro. Se acercó con paso inseguro.
—Lucía… mamá está mal —dijo bajando la mirada—. No para de llorar desde que te fuiste.
Sentí una mezcla de rabia y alivio.
—¿Y tú? ¿Por qué no dijiste la verdad?
—Tenía miedo… Siempre he tenido miedo de decepcionarla.
Nos quedamos en silencio unos segundos.
—¿Vas a volver a casa? —preguntó al fin.
—No lo sé —respondí sinceramente—. Ahora mismo no sé si podría perdonarla… o perdonarme a mí misma.
Álvaro asintió y se marchó sin decir nada más. Aquella noche lloré como hacía tiempo no lloraba. Lloré por mi madre, por mi hermano, por mí misma y por todo lo que habíamos perdido.
Con el tiempo aprendí a vivir sola. Encontré una pequeña habitación en Lavapiés y empecé a ahorrar para matricularme en Bellas Artes. Marta seguía siendo mi apoyo incondicional; sin ella no habría salido adelante.
Un día recibí una carta manuscrita de mi madre:
«Lucía,
No sé cómo pedirte perdón. Me equivoqué contigo muchas veces y lo sé ahora que no estás aquí. La casa está vacía sin ti. Ojalá puedas perdonarme algún día.
Te quiero,
Mamá»
Leí la carta una y otra vez, sintiendo cómo el rencor se mezclaba con el amor y la tristeza. No respondí enseguida; necesitaba tiempo para sanar mis heridas.
Hoy, dos años después de aquella noche bajo la lluvia, sigo sin haber vuelto a casa. Pero he aprendido a quererme un poco más y a entender que a veces hay que perderlo todo para encontrarse a uno mismo.
¿Alguna vez habéis sentido que vuestra familia os ha fallado? ¿Es posible perdonar cuando el dolor es tan profundo? Me gustaría saber qué pensáis vosotros.