¿Hice bien en elegir el futuro de mi nieta?

—¡No puedes hacerme esto, mamá! —gritó Andrés, con los ojos llenos de rabia y lágrimas contenidas, mientras golpeaba la mesa del comedor. El eco de su voz retumbó en las paredes del piso que durante cuarenta años fue mi refugio, mi hogar, el escenario de tantas Navidades y cumpleaños.

Yo, Carmen, tenía setenta y dos años y el corazón hecho trizas. Aquel día, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Mi nuera, Pilar, se había marchado hacía apenas una semana, llevándose consigo solo una maleta y a mi nieta Lucía de la mano. Andrés, mi único hijo, había decidido dejarlo todo por una mujer más joven, una tal Marta que apenas conocíamos. La noticia cayó como una bomba en nuestra familia.

La primera noche sin Lucía en casa fue un silencio insoportable. Me senté en el sofá, mirando las fotos familiares: Lucía disfrazada de princesa en Carnaval, Andrés soplando velas en su comunión, Pilar abrazando a todos en la última Nochebuena. Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Cómo podía Andrés destrozar así a su familia? ¿Cómo podía ser tan egoísta?

Al día siguiente, llamé a Pilar. Su voz sonaba cansada, pero agradecida de escucharme. Quedamos en un parque cercano. Cuando vi a Lucía corriendo hacia mí con los brazos abiertos, supe que tenía que protegerla. Me senté con Pilar en un banco y le confesé mi decisión:

—He decidido dejarle el piso a Lucía. Es lo único que puedo hacer para asegurarle un futuro estable.

Pilar me miró con los ojos muy abiertos, sin saber si abrazarme o llorar. —Carmen… no sé qué decir. No quiero que esto te cause problemas con Andrés.

—Ya no me importa —le respondí—. Mi hijo ha tomado sus decisiones. Ahora yo tomo las mías.

Durante semanas, la noticia corrió como pólvora por la familia. Mi hermana Mercedes me llamó indignada:

—¿Pero cómo puedes desheredar a tu propio hijo? ¡Eso aquí en Salamanca no se ha visto nunca!

—No es desheredarlo —intenté explicarle—. Es asegurarle algo a Lucía. Ella no tiene la culpa de nada.

Pero la presión aumentaba cada día. Andrés venía a casa con los ojos rojos y la voz rota:

—Mamá, ¿de verdad vas a dejarme sin nada? ¿Después de todo lo que hemos pasado?

Yo sentía el peso de la culpa aplastándome el pecho. Recordaba cuando Andrés era pequeño y venía corriendo a mis brazos después de caerse en el parque. ¿En qué momento se había convertido en este hombre capaz de romper su familia por un capricho?

Las discusiones se hicieron rutina. Un día, Marta vino con él y me miró con desprecio:

—No entiendo por qué te aferras tanto al pasado. Andrés merece rehacer su vida.

—Y Lucía merece estabilidad —le respondí, conteniendo las lágrimas.

Las semanas pasaron y yo empecé a notar miradas extrañas en el barrio. En la panadería, la gente susurraba cuando entraba. «La abuela que desheredó a su hijo», decían algunos. Me dolía, pero intentaba mantenerme firme.

Una tarde de otoño, Lucía vino a visitarme. Se sentó en mis rodillas y me preguntó:

—Abuela, ¿por qué papá está tan enfadado contigo?

No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y le susurré al oído:

—Porque a veces los adultos nos equivocamos mucho, cariño.

Esa noche no pude dormir. Me preguntaba si realmente había hecho lo correcto o si solo había actuado por despecho hacia Andrés. ¿Estaba castigando a mi hijo o protegiendo a mi nieta? ¿Era justo privar a Andrés del piso familiar por un error?

Un día recibí una carta certificada: Andrés había contratado un abogado para impugnar mi decisión. El miedo me paralizó. No quería ver a mi familia destrozada en un juzgado.

Pilar me llamó llorando:

—Carmen, no quiero que esto acabe así. Lucía necesita a su padre… y tú necesitas paz.

Me senté frente al balcón mirando la Plaza Mayor iluminada y pensé en todo lo que habíamos vivido juntos: las meriendas de chocolate con churros, los veranos en la playa de San Juan, las tardes de lluvia viendo películas antiguas.

Al final, decidí pedirle a Andrés que viniera solo. Nos sentamos frente a frente en la cocina:

—Hijo —le dije—, sé que estás enfadado conmigo y quizá nunca me lo perdones. Pero tienes que entender que lo hice pensando en Lucía. No quiero verte sufrir ni perderte… pero tampoco puedo mirar hacia otro lado mientras tu hija queda desprotegida.

Andrés bajó la cabeza y lloró como cuando era niño. Nos abrazamos largo rato.

Hoy sigo sin saber si tomé la mejor decisión. La familia está rota y cada reunión es incómoda; hay silencios largos y miradas esquivas. Pero cuando veo a Lucía sonreír tranquila en mi piso, siento que quizá no todo está perdido.

A veces me pregunto: ¿Es posible reparar un corazón roto? ¿Puede una decisión proteger a alguien sin destruir a otro? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?