La frontera invisible: Cuando la familia se convierte en extraños
—¿Por qué no me avisasteis de la función de Felipe? —pregunté, la voz temblorosa, mientras sostenía el teléfono con las manos frías. Del otro lado, Inés suspiró.
—Mamá, fue todo muy rápido. Diego tenía prisa, y… no sé, pensé que igual estabas cansada.
Mentira. Lo supe en ese instante. No era cansancio lo que ella temía, sino mi presencia. Colgué despacio, sintiendo cómo el silencio de mi piso en Vallecas se hacía más denso, como una manta húmeda sobre los hombros.
Me llamo Marisa y tengo setenta años. Mi vida ha girado siempre en torno a Inés, mi única hija. Cuando su padre nos dejó —ella tenía solo ocho años—, juré que nada le faltaría. Trabajé de limpiadora en el hospital Gregorio Marañón, doblando turnos, ahorrando cada euro para que pudiera estudiar. Y lo hizo: se convirtió en profesora de primaria, conoció a Diego —ese hombre tan correcto, tan educado— y formaron una familia. Nació Felipe, mi sol.
Al principio, todo era alegría. Yo recogía a Felipe del colegio, le preparaba la merienda, le contaba cuentos de cuando su madre era pequeña. Pero poco a poco, tras la boda, noté cómo la casa de Inés se llenaba de normas nuevas: “No le des chocolate antes de cenar”, “No le cuentes historias de miedo”, “No le compres más juguetes”. Y Diego… siempre tan amable pero tan distante.
Una tarde de otoño, fui a buscar a Felipe como siempre. Llamé al timbre y fue Diego quien abrió.
—Hola, Marisa. Hoy no hace falta que te quedes. Inés llegará pronto.
Me quedé en el rellano, con la bolsa de croquetas aún caliente en la mano. Oí a Felipe gritar “¡yaya!” desde dentro, pero la puerta ya estaba cerrada.
Esa noche no pude dormir. Miré las fotos antiguas: Inés con coletas en el parque del Retiro, Felipe disfrazado de pirata en mi salón. ¿En qué momento me convertí en una visita incómoda?
Intenté hablarlo con Inés varias veces.
—Mamá, no es nada personal —me decía ella, sin mirarme a los ojos—. Es que Diego quiere pasar más tiempo con Felipe. Quiere ser un padre presente.
¿Y yo? ¿No fui madre presente? ¿No sacrifiqué todo por ella? El dolor era como una espina clavada.
En Navidad preparé mi famoso roscón y lo llevé a su casa. Había risas dentro; oí música y voces. Toqué el timbre y nadie abrió. Llamé al móvil de Inés: “Ay, mamá… es que estamos con los suegros de Diego este año”.
Me volví a casa bajo la lluvia, el roscón aún caliente entre las manos. En el portal me crucé con Carmen, mi vecina.
—¿Otra vez sola en Nochebuena? Vente a casa, mujer —me dijo.
Pero yo solo quería llorar en silencio.
Los días pasaban lentos. Felipe me llamaba menos; Inés apenas respondía a mis mensajes. Empecé a ir al centro de mayores del barrio para no volverme loca. Allí conocí a Rosario y a Antonia, dos mujeres como yo: madres desplazadas por las nuevas familias de sus hijos.
—Ahora somos las abuelas invisibles —decía Rosario entre risas amargas—. Nos quieren mucho… pero lejos.
Un día recibí una llamada inesperada: Felipe estaba enfermo y necesitaban que lo cuidara porque Diego tenía una reunión y Inés debía ir al colegio.
Corrí a su casa con una bolsa llena de zumos y cuentos. Felipe tenía fiebre y los ojos tristes.
—¿Por qué ya no vienes tanto, yaya? —me preguntó con voz débil.
Le acaricié el pelo y sentí un nudo en la garganta.
—A veces los mayores se olvidan de lo importante —le susurré—. Pero yo siempre estaré aquí para ti.
Esa tarde Inés llegó antes de lo previsto. Me encontró sentada junto a Felipe, contándole historias de cuando ella era niña.
—Mamá —dijo en voz baja—, Diego cree que deberías avisar antes de venir…
La miré largo rato. Vi en sus ojos el cansancio, la culpa… y algo más: miedo a decepcionar a su marido.
—¿Tú también piensas eso? —pregunté.
Ella bajó la mirada.
—No lo sé… Solo quiero que todo esté bien.
Me marché despacio. En el portal me detuve y respiré hondo. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué el amor se convierte en distancia?
Pasaron semanas sin noticias. Un día recibí una carta de Felipe: un dibujo nuestro en el parque y un “Te quiero, yaya” escrito con letras torcidas. Lloré como una niña.
Hoy escribo esto sentada junto a la ventana, viendo cómo cae la tarde sobre Madrid. Mi familia sigue ahí fuera, pero yo ya no sé si tengo un lugar entre ellos o si solo soy un recuerdo incómodo del pasado.
¿Es posible reconstruir los puentes cuando la familia levanta muros invisibles? ¿Cuántas Marisas hay en España sintiéndose extranjeras en su propia casa?