La jaula invisible: confesiones de una abuela a tiempo completo
—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —escuché la voz de mi hija, Marta, desde el pasillo, mientras yo intentaba ponerme los zapatos con las manos temblorosas—. Los niños tienen que estar en el colegio a las ocho y media.
No respondí. Miré el reloj: 7:12. El café seguía humeando en la taza, intacto. Me pregunté, por enésima vez, cómo había llegado a esto. ¿En qué momento mi vida se convirtió en una sucesión de alarmas, meriendas y lavadoras ajenas?
Hace apenas un año, celebraba mi jubilación con una copa de cava en la terraza, soñando con mañanas tranquilas y paseos por el Retiro. Me llamo Lucía Fernández, tengo sesenta y cinco años y, aunque nadie lo diría, estoy cansada. Cansada de ser imprescindible para todos menos para mí.
Todo empezó cuando Marta volvió a trabajar tras la baja maternal. «Mamá, ¿me harías el favor de cuidar a los niños hasta que encontremos una guardería?». Por supuesto que dije que sí. ¿Cómo no iba a hacerlo? Son mis nietos, mi sangre. Pero la guardería nunca llegó. Ni tampoco el agradecimiento.
—Abuela, ¿dónde están mis zapatillas? —gritó Daniel desde su habitación.
—En el armario, cariño —respondí, mientras recogía los restos del desayuno del suelo.
Mi hijo, Álvaro, también empezó a dejarme a sus mellizos los fines de semana. «Así podéis pasar tiempo juntos», decía con una sonrisa culpable. Yo asentía, aunque por dentro sentía que me robaban el poco aire que me quedaba.
Las tardes se llenaron de deberes, meriendas y peleas infantiles. Los domingos ya no eran para leer en la cama o pasear por El Prado; eran para preparar tortillas y limpiar manchas imposibles de plastilina.
Una noche, exhausta, me senté en el sofá con una infusión. Marta entró sin llamar.
—Mamá, ¿puedes quedarte mañana hasta más tarde? Tengo una reunión importante.
—Marta, llevo semanas sin salir de casa más que para ir al parque con los niños. Necesito descansar —me atreví a decir.
Ella frunció el ceño.
—¿Descansar? Pero si estás jubilada…
Sentí cómo algo se rompía dentro de mí. ¿Eso era todo lo que veían? ¿Una mujer mayor con tiempo libre? ¿Dónde quedaba Lucía, la profesora de literatura, la amiga leal, la mujer que soñaba con aprender italiano?
Empecé a notar pequeños olvidos: las llaves, la cita con la peluquera, incluso el nombre de una antigua compañera. Me asusté. ¿Era el cansancio o algo peor? Nadie parecía darse cuenta.
Un jueves por la tarde, mientras empujaba el carrito de mi nieta por la Gran Vía, vi a un grupo de mujeres de mi edad riendo en una terraza. Hablaban animadamente, con las manos llenas de anillos y las caras iluminadas por el sol de Madrid. Sentí una punzada de envidia tan intensa que tuve que sentarme.
Esa noche llamé a mi amiga Carmen.
—Carmen, ¿te acuerdas cuando íbamos al cine los miércoles?
—Claro que sí. ¿Por qué no lo hacemos este mes?
—No puedo —dije casi en un susurro—. Siempre hay algo…
Carmen guardó silencio un momento.
—Lucía, tienes derecho a vivir tu vida. Tus hijos ya son adultos.
Colgué y lloré en silencio. No por tristeza, sino por rabia. Rabia hacia mí misma por no saber decir «no».
El punto de inflexión llegó un sábado cualquiera. Marta llegó tarde a recoger a los niños y ni siquiera se disculpó. Álvaro llamó para pedirme que hiciera la compra para su casa porque «tú tienes tiempo». Sentí que me ahogaba.
Esa noche reuní a mis hijos en el salón.
—Quiero hablar con vosotros —dije con voz firme—. Os quiero mucho y adoro a mis nietos, pero necesito recuperar mi vida. No puedo seguir así.
Marta me miró sorprendida.
—¿Pero mamá…? Pensábamos que te hacía ilusión estar con ellos.
—Me hace ilusión —respondí—, pero también quiero tener tiempo para mí. Para leer, viajar o simplemente descansar.
Álvaro bajó la cabeza.
—No nos habíamos dado cuenta…
Durante unos segundos reinó el silencio más incómodo de mi vida. Luego Marta suspiró.
—Tienes razón. Nos hemos acostumbrado demasiado a tenerte siempre disponible.
Acordamos buscar una niñera y repartir mejor las tareas. No fue fácil; hubo reproches velados y alguna lágrima. Pero poco a poco empecé a recuperar espacios propios: un taller de escritura los martes, desayunos largos los jueves, paseos sin prisa por el parque del Oeste.
A veces echo de menos el bullicio infantil, pero ahora sé que también merezco ser protagonista de mi propia historia.
¿Hasta cuándo las mujeres tenemos que elegir entre cuidar y vivir? ¿Cuántas Lucías hay en España callando su cansancio por miedo a dejar de ser necesarias?