La noche en que la lluvia trajo verdades
—¿Por qué no me lo dijiste antes, Álvaro? —grité, mi voz temblando tanto como mis manos. El sonido de la lluvia golpeando los cristales del salón parecía acompañar mi angustia, como si la tormenta fuera un eco de mi corazón.
Álvaro se quedó quieto, con la mirada clavada en el suelo. Su silencio era peor que cualquier palabra. Yo sentía cómo la rabia y la tristeza me ahogaban. Llevábamos quince años casados, y nunca imaginé que pudiera ocultarme algo así. Todo comenzó esa tarde, cuando encontré en su chaqueta una carta arrugada, con el remitente de un nombre desconocido: Lucía Fernández.
No pude evitar abrirla. En ella, Lucía le agradecía por ayudarla a encontrar un piso y por el dinero que le había prestado para salir adelante con su hija pequeña. Decía que no sabía cómo habría sobrevivido sin él. Mi mente se llenó de imágenes: Álvaro con otra mujer, una hija secreta, una doble vida. El miedo y la inseguridad me invadieron.
Cuando llegó a casa, le esperé en el salón, sentada en el sofá con la carta en la mano. Él entró empapado, dejando un rastro de agua por el pasillo.
—¿Qué es esto? —le pregunté, mostrándole la carta.
Álvaro palideció. Durante unos segundos, no dijo nada. Luego se sentó frente a mí y suspiró profundamente.
—No es lo que piensas, Marta —dijo al fin—. Lucía es la hermana de un compañero del trabajo. La conocí cuando vino a buscarle porque él tuvo un accidente y estaba en el hospital. Ella estaba desesperada, sin dinero ni dónde quedarse. Solo la ayudé…
Pero yo no podía escucharle. Sentía que todo mi mundo se tambaleaba. ¿Por qué no me lo contó? ¿Por qué ese secreto?
—¿Y por qué me lo ocultaste? ¿Por qué no confiaste en mí? —le reproché entre lágrimas.
Él bajó la cabeza.
—No quería preocuparte. Sé que últimamente estás muy estresada con el trabajo y los niños… Pensé que si te lo contaba te pondrías peor.
Me levanté de golpe, incapaz de soportar la tensión. Fui a la cocina y me apoyé en la encimera, intentando calmarme mientras escuchaba cómo la lluvia arreciaba fuera. Recordé todas las veces que Álvaro había llegado tarde últimamente, sus llamadas misteriosas, su mirada ausente en la cena. ¿Había sido tan ciega?
Esa noche apenas dormí. Daba vueltas en la cama mientras él permanecía despierto a mi lado, en silencio. Al amanecer, me levanté y fui al cuarto de los niños. Los miré dormir y pensé en todo lo que habíamos construido juntos: nuestra casa en las afueras de Madrid, los veranos en Galicia con mis padres, las tardes de domingo viendo películas bajo una manta.
¿De verdad podía tirar todo eso por una sospecha? ¿Era justo juzgarle sin escucharle del todo?
Al volver al salón, encontré a Álvaro sentado en el sofá, con los ojos rojos de no dormir.
—Marta —susurró—. No quiero perderte. Solo intentaba hacer lo correcto…
Me senté a su lado y le miré a los ojos por primera vez desde que empezó todo.
—¿Por qué te cuesta tanto confiar en mí? —le pregunté con voz suave.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que… siempre he sentido que tengo que protegerte de todo. Incluso de las cosas pequeñas. Pero ahora veo que eso solo ha hecho daño.
Nos quedamos callados unos minutos. Afuera seguía lloviendo, pero ya no sonaba tan fuerte. Era como si la tormenta estuviera amainando dentro de nosotros también.
—¿Y si intentamos ser más sinceros? —propuse—. Sin secretos, aunque sean por miedo o por protegernos.
Álvaro asintió y me tomó la mano. Por primera vez en días sentí que podía respirar.
Durante las semanas siguientes, fue difícil reconstruir la confianza. A veces dudaba de sus palabras o me asaltaban pensamientos oscuros cuando sonaba su móvil. Pero poco a poco aprendí a preguntar antes de imaginar lo peor, y él empezó a contarme más cosas del trabajo y de su día a día.
Un sábado por la mañana, Lucía vino a casa para agradecerme personalmente lo que Álvaro había hecho por ella. Trajo consigo a su hija pequeña, una niña risueña que enseguida se puso a jugar con nuestros hijos. Al verlas juntas, sentí una punzada de vergüenza por mis sospechas, pero también un alivio inmenso.
Lucía me miró a los ojos y me dijo:
—No sé cómo agradeceros lo suficiente. Álvaro es una buena persona… y tú también por entenderlo.
Esa noche, mientras recogíamos los platos después de cenar, Álvaro me abrazó por detrás y susurró:
—Gracias por darme otra oportunidad.
Yo apoyé mi cabeza en su hombro y cerré los ojos, sintiendo que algo dentro de mí se había curado.
A veces pienso en aquella noche lluviosa y me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el miedo nos impida ver el corazón del otro? ¿Cuántas veces confundimos el silencio con traición cuando solo es torpeza o miedo a herir?
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez esa duda que lo nubla todo? ¿Cómo aprendisteis a confiar otra vez?