La puerta que nunca se abrió: El umbral de una madre
—¿Por qué no abre? —me pregunté, apretando la bandeja caliente contra el pecho, mientras el olor a vainilla y limón se mezclaba con el aire frío del rellano. Era domingo, las campanas de la iglesia de San Isidro repicaban a lo lejos y yo, Carmen, madre de dos hijos ya adultos, me encontraba frente a la puerta de mi hijo menor, Daniel, en un edificio antiguo del barrio de Chamberí.
Llamé otra vez, más fuerte. Nada. Ni un ruido, ni una sombra bajo la puerta. El silencio era tan denso que podía oír mi propio corazón acelerado. Miré el reloj: las once y cuarto. Sabía que Daniel no era de madrugar, pero tampoco era de ignorar a su madre. O eso creía yo.
—¡Daniel! Soy yo, mamá. Te he traído tus batidos favoritos —dije en voz baja, casi avergonzada por el temblor en mi garganta.
Nada. Solo el eco de mis palabras en el pasillo.
Me apoyé contra la pared, sintiendo cómo el peso de los años y las preocupaciones me doblaba la espalda. Recordé cuando Daniel era pequeño y corría hacia mí cada vez que llegaba a casa, con los brazos abiertos y una sonrisa que iluminaba todo el piso. ¿En qué momento se había cerrado esa puerta entre nosotros?
Saqué el móvil y le llamé. Una vez, dos veces. Contestador. «Hola, soy Daniel. Ahora no puedo atenderte. Déjame un mensaje.» Ni siquiera había cambiado la grabación desde hacía meses.
Me senté en el escalón junto a la puerta, con la bandeja sobre las rodillas. El aroma dulce me trajo recuerdos de los domingos en familia, cuando aún vivía su padre y los tres desayunábamos juntos en la terraza. Ahora solo quedaba yo, y un hijo que parecía cada vez más lejano.
Escuché pasos en la escalera y vi aparecer a doña Pilar, la vecina del tercero.
—¿Esperando a Daniel? —preguntó con una sonrisa forzada.
—Sí… No me abre —respondí, intentando sonar despreocupada.
—Anoche le oí llegar muy tarde. Quizá esté durmiendo —dijo ella, bajando la voz como si compartiera un secreto vergonzoso.
Asentí y agradecí su amabilidad. Pero algo dentro de mí se revolvía: ¿era solo sueño o era otra cosa? ¿Estaba enfadado conmigo? ¿Había hecho algo mal?
La última vez que hablamos discutimos por una tontería: le pregunté si había encontrado trabajo y él me contestó con ese tono seco que tanto detesto: «Mamá, déjame vivir mi vida». Yo solo quería ayudarle, pero parece que cada palabra mía es una piedra más en el muro que nos separa.
Pasaron los minutos. El frío del suelo se coló por mis huesos y sentí ganas de llorar. Pensé en irme, dejarle los batidos en la puerta como si fuera una nota de disculpa silenciosa. Pero no podía moverme. Me sentía atada a ese umbral por un hilo invisible hecho de amor y miedo.
De pronto, escuché un ruido dentro del piso. Unos pasos arrastrados, un golpe sordo contra la puerta.
—¿Daniel? —pregunté con voz temblorosa.
Silencio otra vez. Luego una voz apagada:
—Déjalo ahí, mamá… No quiero hablar ahora.
Sentí un pinchazo en el pecho. Quise insistir, pero algo en su tono me detuvo. Había dolor ahí dentro, pero también rabia. ¿Rabia contra mí? ¿Contra el mundo?
—¿Estás bien? —pregunté al fin.
—Sí… Solo necesito estar solo —respondió él tras unos segundos eternos.
Me quedé allí sentada, sin saber qué hacer. La bandeja temblaba en mis manos. Quise decirle tantas cosas: que le quería, que siempre estaría ahí para él, que nada podía romper ese vínculo… Pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta.
Al final me levanté despacio y dejé los batidos junto a la puerta. Me alejé sin mirar atrás, sintiendo que cada paso era una derrota.
Bajando las escaleras recordé las palabras de mi madre: «Los hijos no son tuyos; son del mundo». Pero ¿cómo aceptar eso cuando todo tu ser grita por protegerles?
Al llegar a la calle me encontré con mi hija mayor, Lucía, que venía a visitarme.
—¿Qué te pasa? —preguntó al verme tan descompuesta.
Le conté lo ocurrido y ella suspiró:
—Mamá, Daniel está pasando una mala racha… No es culpa tuya. Dale tiempo.
—¿Y si nunca vuelve a abrirme esa puerta? —pregunté con lágrimas en los ojos.
Lucía me abrazó fuerte:
—Siempre hay una rendija para el amor, aunque no lo veas ahora.
Caminamos juntas hacia casa mientras el sol se colaba entre las nubes grises de Madrid. Sentí el peso de la soledad pero también una chispa de esperanza: quizá algún día Daniel volvería a abrirme esa puerta… o al menos una ventana para dejar entrar un poco de luz.
Ahora escribo esto sentada en mi cocina vacía, mirando la bandeja vacía sobre la mesa y preguntándome: ¿Cuándo aprendimos a cerrar puertas a quienes más nos quieren? ¿Cuánto amor cabe detrás de un simple umbral?