La Sombra de la Suegra: Cuando el Amor se Convierte en Guerra
—¿De verdad crees que puedes quedarte con todo, Lucía?—. La voz de Carmen retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la mesa. Me quedé paralizada, con las manos temblando sobre los papeles del divorcio. Andrés, mi marido, evitaba mirarme. Mi madre, sentada a mi lado, apretó mi mano con fuerza.
Nunca imaginé que acabaría así. Cuando conocí a Carmen, me pareció una mujer cálida, casi maternal. Mi propia madre, Pilar, siempre fue reservada y algo dura conmigo. Carmen, en cambio, me abrazaba fuerte y me decía que yo era la hija que nunca tuvo. Me invitaba a su casa en Chamberí los domingos y me enseñaba a preparar cocido madrileño mientras reíamos y compartíamos confidencias. Yo estaba convencida de que había encontrado una segunda familia.
Pero mi madre siempre fue escéptica. “Lucía, no te fíes de las sonrisas fáciles”, me decía mientras pelaba patatas en nuestra cocina de Vallecas. “Esa mujer es demasiado amable para ser real”. Yo me reía y le restaba importancia. ¿Cómo podía desconfiar de alguien que me trataba con tanto cariño?
El primer año de matrimonio con Andrés fue un sueño. Nos mudamos juntos a un piso pequeño en Lavapiés y cada viernes cenábamos con Carmen y su marido, Julián. Todo parecía perfecto hasta que Andrés empezó a llegar tarde a casa y a responderme con monosílabos. Yo intentaba hablar con él, pero siempre encontraba una excusa para evitar la conversación.
Una noche, después de una discusión especialmente amarga, fui a casa de Carmen buscando consuelo. Ella me recibió con una sonrisa y una copa de vino.
—No te preocupes, hija—me dijo acariciándome el pelo—. Los hombres pasan por rachas difíciles. Tú sé paciente.
Pero las cosas no mejoraron. Descubrí mensajes en el móvil de Andrés con otra mujer. Cuando se lo conté a Carmen entre lágrimas, ella me miró con frialdad por primera vez.
—¿Estás segura de que no lo has malinterpretado?—preguntó.
Me sentí traicionada, pero aún así seguí confiando en ella. Mi madre insistía en que abriera los ojos: “Carmen solo mira por su hijo. No te engañes”. Pero yo no quería creerlo.
El día que Andrés me pidió el divorcio, Carmen apareció en mi casa antes que él. Entró sin saludar y fue directa al grano:
—Lucía, lo mejor es que aceptes lo que Andrés te ofrece. No querrás hacer esto más difícil de lo necesario.
Me quedé helada. ¿Dónde estaba la mujer dulce que me llamaba hija? Mi madre llegó poco después y la tensión se podía cortar con un cuchillo.
—No voy a dejar que humilles a mi hija—dijo Pilar con voz firme.
Carmen soltó una carcajada seca.
—¿Humillarla? Si no fuera por mí, ni siquiera habría terminado la carrera. ¿O ya has olvidado quién le consiguió el trabajo en la editorial?
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Todo había sido un favor interesado?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Carmen llamó a mis amigos comunes para contarles su versión de la historia: que yo era una interesada, que solo quería aprovecharme de Andrés y su familia. Incluso intentó convencer a mi jefe para que me despidiera alegando que yo estaba robando material de la oficina.
Mi madre fue mi único apoyo. Me ayudó a recoger mis cosas del piso y me acogió en su casa sin hacer preguntas. Una noche, mientras cenábamos tortilla y gazpacho en silencio, rompí a llorar.
—Tenías razón, mamá—susurré—. Nunca debí confiar en Carmen.
Ella me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—A veces el amor nos ciega, hija. Pero siempre hay tiempo para empezar de nuevo.
El proceso de divorcio fue largo y doloroso. Carmen asistía a cada reunión con su abogado y no perdía oportunidad para lanzarme indirectas venenosas.
—Andrés merece algo mejor—decía en voz baja cuando creía que nadie la escuchaba.
Un día, mientras esperaba en el juzgado, Carmen se acercó a mí:
—¿De verdad pensabas que podrías quedarte con mi hijo?—susurró—. Las familias como la tuya solo traen problemas.
Me mordí el labio para no llorar delante de ella. Pero esa noche decidí que no iba a dejarme pisotear más. Con la ayuda de mi madre y mis verdaderos amigos, conseguí demostrar todas las mentiras que Carmen había contado sobre mí.
El juez falló a mi favor en la custodia del perro —nuestro único “hijo”— y pude mudarme sola a un pequeño estudio en Malasaña. Empecé terapia y poco a poco fui reconstruyendo mi vida.
A veces todavía sueño con aquellos domingos felices en casa de Carmen, antes de descubrir su verdadera cara. Me pregunto si alguna vez podré volver a confiar plenamente en alguien o si siempre miraré detrás de las sonrisas buscando la sombra del engaño.
¿Vosotros habéis sentido alguna vez cómo se desmorona todo por confiar demasiado? ¿Es posible perdonar una traición así o es mejor aprender a vivir con cicatrices?