La sombra de mi madre: Elegí marcharme, ¿me lo perdonaré algún día?

—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? ¿No ves que tu hermano te necesita? —La voz de mi madre retumbaba en la cocina, mezclándose con el olor a sopa de cocido y el tic-tac del reloj de pared. Yo tenía diecisiete años y las manos heladas, apretando los libros contra el pecho.

—He tenido clases extra, mamá. —Intenté que mi voz no temblara, pero ella ya había girado la cabeza hacia mí, con esa mirada que nunca perdonaba.

—Excusas. Siempre tienes una excusa para no ayudar. Si fueras como tu prima Marta…

No terminé de escucharla. Subí corriendo las escaleras, esquivando el cuarto de mi hermano Álvaro, donde el silencio era tan denso como el aire antes de una tormenta. Álvaro tenía parálisis cerebral desde que nació. Mi madre vivía para él. Yo… yo solo sobrevivía.

En el instituto, nadie sabía nada. Era la chica callada, la que sacaba buenas notas y nunca iba a las fiestas. Pero por dentro, me sentía invisible. Mi padre murió cuando yo tenía ocho años y desde entonces mi madre se volvió una sombra dura y fría, incapaz de abrazar o sonreír.

Recuerdo una tarde de invierno. Nevaba fuera y yo intentaba estudiar matemáticas en la mesa del salón. Álvaro lloraba en su habitación. Mi madre entró furiosa:

—¿No oyes a tu hermano? ¿Qué clase de hermana eres?

Me levanté sin decir nada y fui a consolarle. Le acaricié el pelo mientras él sollozaba y yo sentía cómo la rabia me quemaba por dentro. ¿Por qué tenía que ser siempre yo? ¿Por qué nadie me preguntaba cómo estaba?

El día que recibí la carta de admisión en la Universidad Complutense de Madrid, supe que era mi única oportunidad. Mi madre no dijo nada durante la cena. Solo al recoger los platos murmuró:

—Vas a dejarme sola con todo esto. Qué egoísta eres.

Me fui en septiembre, con una maleta pequeña y el corazón hecho trizas. En Madrid todo era nuevo: los ruidos, la gente, la libertad. Pero cada noche revisaba el móvil esperando un mensaje de mi madre. Y llegaban, sí, pero no como yo esperaba:

“Espero que estés contenta mientras tu hermano sufre.”
“Me has abandonado.”
“Eres igual que tu padre: cobarde.”

Durante meses viví entre dos mundos: el presente luminoso de la ciudad y la sombra oscura del pasado que me perseguía en cada mensaje. Lloraba en silencio en la residencia universitaria, preguntándome si tenía derecho a ser feliz.

Un día, después de un examen difícil, recibí una llamada:

—Lucía, soy tía Carmen. Tu madre está peor que nunca. No sale de casa y apenas come. Álvaro ha tenido una crisis…

Sentí un nudo en el estómago. ¿Debía volver? ¿Renunciar a todo por ellos?

Fui a ver a mi amiga Elena al Retiro.

—¿Y si soy una mala hija? —le pregunté entre lágrimas.

—No eres mala hija por querer vivir tu vida —me dijo ella—. Tu madre tiene derecho a su dolor, pero tú también tienes derecho a existir.

Pasaron los años. Me gradué, encontré trabajo en una editorial y conocí a Sergio, que me enseñó a reír otra vez. Pero las Navidades seguían siendo un campo minado. Volvía al pueblo y mi madre apenas me miraba.

—¿Te acuerdas de cambiarle los pañales a tu hermano? —me decía nada más llegar.

—Mamá, he venido a verte…

—No vengas solo cuando te conviene.

Álvaro me sonreía con sus ojos grandes y yo le abrazaba fuerte, sintiendo culpa y ternura mezcladas.

El año pasado, mi madre enfermó gravemente. Fui al hospital y me senté a su lado. Ella me miró con los ojos cansados:

—Nunca entendiste lo que era sacrificarse por los demás.

—Mamá… yo solo quería vivir —susurré.

No respondió. Murió dos días después.

Ahora vuelvo al pueblo solo para ver a Álvaro y cuidar su tumba cubierta de flores silvestres. A veces me siento libre; otras veces, la culpa me asfixia como una manta húmeda.

¿Hice bien en marcharme? ¿Alguna vez podré perdonarme por elegir mi propio camino?

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez esa culpa por pensar primero en vosotros mismos?