La verdad bajo la cuna: Cuando el mejor amigo descubre el secreto más doloroso

—¡Empuja, Lucía, empuja! —grité con la voz rota, apretando su mano sudorosa mientras las luces blancas del hospital de Salamanca nos cegaban a ambas. El sudor le caía por la frente y yo sentía que el corazón se me salía del pecho. No era mi hija, pero era como si lo fuera. Lucía y yo éramos inseparables desde el instituto, y ahora, con su pareja ausente por trabajo en Barcelona, yo era su único apoyo.

—¡No puedo más, Marta! —sollozó ella, apretando los dientes.

—Sí puedes. Piensa en lo que viene después. Piensa en la carita de tu niña —le susurré al oído, conteniendo mis propias lágrimas.

Cuando por fin la pequeña lloró, sentí una descarga eléctrica recorrerme el cuerpo. El médico me miró y sonrió: —¿Quieres cortar el cordón?—. Asentí, temblando. Me pusieron la pulsera de “acompañante”, pero Lucía insistió en llamarla “la pulsera de papá”, y ambas reímos entre lágrimas.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Yo iba y venía entre mi casa y el hospital, mientras mi marido, Álvaro, apenas preguntaba por Lucía o la bebé. Siempre tan distante con mis amigas… Siempre tan ocupado.

La primera noche en casa de Lucía fue especial. Ella no podía moverse mucho y me pidió ayuda para cambiar el primer pañal. La bebé lloraba desconsolada y yo intentaba tranquilizarla con una canción que mi abuela me cantaba de pequeña. Al quitarle el body, vi un lunar oscuro justo encima del tobillo derecho. Me quedé helada. Ese mismo lunar lo tenía Álvaro. No era un simple lunar: era grande, con forma de media luna. Lo había visto mil veces en su piel.

—¿Marta? ¿Te pasa algo? —preguntó Lucía desde la cama, notando mi silencio.

—Nada… Es que… tiene un lunar precioso —mentí, sintiendo cómo se me encogía el estómago.

Esa noche no dormí. El lunar me perseguía cada vez que cerraba los ojos. Recordé una conversación vaga entre Lucía y yo, meses atrás, cuando ella estaba especialmente triste porque su pareja llevaba semanas sin visitarla. Recordé también cómo Álvaro había empezado a llegar tarde a casa justo por esas fechas.

Al día siguiente, mientras le preparaba un café a Lucía, no pude evitar preguntar:

—Oye… ¿Estás segura de que tu pareja es el padre?

Lucía me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Por qué preguntas eso?

—No sé… Es que la niña tiene un lunar igualito al de Álvaro…

El silencio se hizo eterno. Lucía bajó la mirada y empezó a llorar.

—Marta… Yo… Lo siento tanto… Fue solo una vez. Estabas tan distante con él… Yo estaba tan sola… No sé cómo pasó.

Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Mi mejor amiga. Mi marido. Mi familia perfecta era una mentira.

Salí corriendo de su casa sin mirar atrás. Caminé durante horas por las calles empedradas del centro de Salamanca, sin rumbo fijo. Recordé cada momento con Álvaro: nuestras vacaciones en Cádiz, las noches viendo series abrazados en el sofá… ¿Todo era mentira?

Esa noche enfrenté a Álvaro.

—¿Tienes algo que contarme? —le pregunté con voz fría.

Él me miró confundido al principio, pero cuando mencioné a Lucía y el lunar, bajó la cabeza.

—Fue un error… No significa nada…

—¡No significa nada! —grité—. ¡Esa niña podría ser tu hija!

No dormimos esa noche. Ni la siguiente. Álvaro intentó justificarse, pero yo ya no podía escucharle sin sentir asco y rabia.

Los días pasaron lentos y pesados. Mi madre vino a verme desde Zamora cuando le conté lo sucedido. Me abrazó fuerte y me dijo:

—Hija, nadie merece vivir con esa mentira. Haz lo que te dicte el corazón.

Pero mi corazón estaba roto en mil pedazos.

Lucía me escribió cartas, mensajes, incluso vino a buscarme al trabajo. No podía mirarla a los ojos. ¿Cómo había sido capaz? ¿Cómo había podido traicionar nuestra amistad?

El pueblo entero empezó a murmurar cuando la noticia se filtró. Salamanca es pequeña y las malas lenguas vuelan rápido. Perdí amigas, perdí confianza en todos… incluso en mí misma.

Finalmente pedí el divorcio a Álvaro y corté toda relación con Lucía. Pero cada vez que veo a una madre con su hija por la calle, siento una punzada en el pecho. ¿Y si hubiera perdonado? ¿Y si hubiera intentado entender?

Hoy vivo sola en un piso pequeño cerca del río Tormes. He aprendido a disfrutar de mi propia compañía y a reconstruir mi vida poco a poco. Pero cada noche me hago la misma pregunta:

¿De verdad conocemos a quienes más queremos? ¿O todos guardamos secretos bajo la cuna?